Por Federico de Cárdenas
François Xavier Donatien de Sade (1740-1814) pidió en su testamento ser enterrado sin lápida en una de sus propiedades a fin de que “las huellas de mi tumba desaparezcan, como me enorgullezco de que mi recuerdo desaparezca de la memoria de los hombres”. Ni lo uno ni lo otro ocurrió: su familia lo dejó en la fosa común del asilo de Charenton (fue declarado loco en 1803) y aunque su hijo mayor quemó sus inéditos y sus diarios, la parte de su obra que sobrevive asegura su posteridad. Casi olvidado por un siglo, fue redescubierto a partir de 1930 y la publicación de Las 120 jornadas de Sodoma, que escribió en La Bastilla y cuyo manuscrito se dio por perdido en la revolución.
En ella cuatro libertinos y sus criados se encierran en un castillo para cometer los más inimaginables desenfrenos y crímenes sobre un grupo de jóvenes. El libro, sobre el que Pasolini hizo Saló, ha suscitado inacabables polémicas. George Steiner dice que está escrito “con el furor pedante de alguien que trata de encontrar el último decimal de pi” y Barthes en Sade, Fourier, Loyola pide olvidarse de lo que entendemos por literatura. Pero los surrealistas celebraron al “divino marqués” y está en curso hace años el proyecto de editar su obra completa, que abarca novelas, panfletos, ensayos, piezas teatrales y cartas.
La vida de Sade se confunde con su leyenda. Puso de acuerdo al absolutismo, la revolución y el imperio, que lo mantuvieron preso. Parte de la premisa de que si Dios no existe solo queda el libertinaje, que describió de modo interminable, trivializando el crimen. Tanto él como Sacher-Masoch son casos extremos de enfermos que han dado nombre a una patología. “Con Sade, respetad el escándalo”, decía Blanchot, y no se equivocaba. Su figura “enorme y siniestra” (Swinburne) sigue cortejando el mal.
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