El neobarroco, como la más reciente tendencia poética en América Latina, gana cada vez más adeptos en forma explícita. Uno de ellos es Róger Santiváñez, antiguo miembro de la agrupación Kloaka (1982-1984) y hoy radicado en Estados Unidos, quien se vuelve una de las voces más activas de la poesía peruana en este nuevo siglo con tres entregas: Historia Francorum (2000), Santa María (2002) y la que nos ocupa hoy: Eucaristía (2004).
Creemos que el nuevo derrotero poético mostrado por Santiváñez es una apuesta fuerte y arriesgada, pero inevitable si consideramos su trayectoria literaria, basada en la plena experimentación con el lenguaje, en particular con las prácticas lingüísticas de los estratos marginales de la sociedad. Poetizar el lumpen era su consigna en la década de 1980. A contracorriente de lo que se puede sospechar, esta búsqueda se patentizó en una preocupación por desarrollar un quehacer poético más cercano a las vivencias cotidianas –vida y muerte– de quienes sobreviven en los linderos del sistema hegemónico imperante. En ese sentido, la poesía de Santiváñez reverbera como signo de que la belleza es posible –y, más aún, necesaria– en estos tiempos de miserias morales.
Por ello, el neobarroco no es un esencialismo más, sino un giro consecuente con esta búsqueda del lugar de la poesía. A diferencia de otras poéticas que otorgan mayor importancia a los contenidos, Santiváñez torna hacia el grado básico del lenguaje. Su campo de acción son los sonidos, las eufonías del poema (¿y acaso no hay aquí una lejana heredad del coloquialismo iniciático de las décadas de 1970 y 1980, pero amplificado desde el punto de vista armónico?). Baste, por ejemplo, el siguiente verso, repleto de aliteraciones: "Mármara murmura radio futura / Hiena herida hiende tu risa / Freshca free frágil preferida" (35).
Lo mismo sucede en el plano visual y referencial, no exento de la voluntad lúdica del poeta. Su escritura se apropia de términos provenientes del habla y la cultura popular, algunos puntos geográficos del Perú (Colán o Paracas, por ejemplo) o locuciones extranjeras (de preferencia, latín, inglés y quechua). La experiencia, cuyo punto de partida es una soledad inevitable, queda así expuesta a una apertura metonímica, en la que una cosa lleva a la otra, mediante las eufonías o por vínculos semánticos. Por ende, el poema no se condensa en una sola simbolización ni posee un contenido de asimilación inmediata, sino que se abre a las diversificaciones del sentido reconstruidas por la lectura.
Descompuesto el lenguaje en sus unidades fonéticas, desprovisto de toda pretensión lógica por la comunicación y convertido en un transvase en el que entran y salen idiomas y culturas, el poema se vuelve apto para el deslizamiento de la afectividad. El procedimiento se asemeja aquí al tratamiento del lenguaje en Trilce de Vallejo o a la poética translingüística de César Moro. Dicha afectividad se dirige al misterio de la poesía, al arrobamiento que produce la fusión de los opuestos, a la capacidad de la efusión poética –como diría Bataille– de reunir los fragmentos dispersos del mundo. Verbigracia: "Poesía aquí me presento / Luz sesgada imagen/dársena / de tu izquierdo cordial" (21), o en "Mi ser expreso digo es música / Ritmical session perdura perdona / Poesía yo sé tú lo sabes lo sabe el pueblo" (26).
Un poema interesante para comprender cómo encaja Eucaristía en la trasegada poética personal de Santiváñez es el canto 11 del poema que da título al volumen. En él se ciernen los "sueños siniestros" que hicieron padecer al hablante lírico de un "dolor político", pero aclara que "nunca me metí en la trinchera". Ante este acoso, el poeta responde con la huida "como dijo Heraud / Aunque él sí murió por nosotros / Soy hinostroziano no creo // En las guerras no creo en nadie soy / Un lumpen maldita la hora en que hablé / Con un lumpen no soy un lumpen soy" (31).
El final del poema se asemeja a una canción cortada intempestivamente. Entre el testimonio y la autojustificación, estos versos exhiben un ritmo in crescendo y una afirmación artística antes que ideológica, aunque las contradicciones internas terminan ahogando al hablante lírico (¿quizás acosado por esos "sueños siniestros"?). Entre el ser y no ser se muestra al poeta como un ser inasible, inclasificable, de difícil estabilidad. El doble estatuto de lo lumpen para Santiváñez es una marca indeleble y abisal, pero que de todas maneras exige, a fin de continuar en la brega, un "aprendizaje de la limpieza" (si parafraseamos al propio Hinostroza, a cuya poética se adhiere Santiváñez, al menos en este poema).
En cierto modo, uno de los núcleos de Eucaristía –si retomamos el sentido cristiano de la ceremonia en que se transmutan los elementos– consiste en la preparación ritual para recibir los dones de la poesía, buscada incansablemente a lo largo de este poemario. Para alcanzarla, hay que dar ciertos pasos: el desaprendizaje, retirarse del mundo, volver a lo básico, domar el lenguaje, disipar las brumas y permitir que entre una renovada luz solar, que bien puede encontrarse en una playa agreste del norte peruano o también en la nívea brillantez de las epifanías comunes y silvestres.
Giancarlo Stagnaro
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