Literatura, Centralismo y Globalización en el Perú de los 90
Conferencia pronunciada por FERNANDO IWASAKI en el Instituto Cervantes de Leeds (Inglaterra) el 3/5/2003
El toro de la narrativa peruana está a punto de salir de los chiqueros, pero antes de entrar en faena literaria debo hacer el paseíllo académico: ¿qué criterios filológicos, hermenéuticos, sociológicos o de género voy a emplear para torearlo? Y como se me antoja muy delicado pronunciarme sobre la sexualidad del prójimo, establecer qué novela es peruana o no es peruana y dictaminar quién es un autor colonial o simplemente posmoderno, prefiero limitarme a pregonar los títulos y autores peruanos que más he disfrutado durante los últimos diez años. Quiero hacer hincapié en el placer, pues para buscarse problemas ya están los críticos y los profesores universitarios que practican el acoso textual. (1)
Por último, como descreo de las generaciones, las etiquetas y las banderías, elegiré a los autores que me interesan sin importarme si son conservadores o revolucionarios, homosexuales o heterosexuales, andinos o cosmopolitas, y femeninos o masculinas, a quienes ordenaré según las repisas de mi propia biblioteca. Es decir, novela, cuento, crónica, fragmento y miscelánea. Y conste que prescindo de Bryce, Ribeyro y Vargas Llosa.
NOVELA
A lo largo de los años noventa he tenido la fortuna de leer algunas estupendas novelas peruanas como La medianoche del japonés (1991) de Jorge Salazar, Ximena de dos caminos (1994) de Laura Riesco, El copista (1994) de Teresa Ruiz Rosas y Los últimos días de «La Prensa» (1996) de Jaime Bayly, mas si tuviera que recomendar la narrativa completa de ciertos novelistas elegiría a Jorge Eduardo Benavides, Iván Thays y Alonso Cueto.
Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964) es un autor que se ha dado a conocer de manera fulgurante con apenas dos novelas: Los años inútiles (2002) y El año que rompí contigo (2003), ambas soberbias, complejas, ambiciosas y perturbadoras. Exiliado en Tenerife desde hace más de una década, Benavides había publicado un libro de relatos –Cuentario (1989)- y alguna que otra prosa en periódicos y revistas ínfimas, pero la espera no ha podido ser más gratificante, pues Los años inútiles es -junto a Los detectives salvajes del chileno Roberto Bolaño y El fin de la locura del mexicano Jorge Volpi- de lo mejor que ha dado la nueva literatura hispanoamericana.
Las novelas de Jorge Eduardo Benavides describen el naufragio de la sociedad peruana a través de una serie de personajes cuyas historias se imbrican y se encabalgan, aunque sin llegar a resolverse del todo en Los años inútiles y más bien destapando la caja de los truenos en El año que rompí contigo. La técnica narrativa opera el prodigio, ya que Benavides es un estudioso de los mecanismos novelescos de Faulkner, Onetti, Vargas Llosa y Muñoz Molina. Por lo tanto, no es cierto que su modelo literario sea solamente Conversación en la Catedral, sino además Luz de agosto, Juntacadáveres y El jinete polaco.
Iván Thays (Lima, 1968) es un escritor orgulloso de sus lecturas y así espolvorea contraseñas literarias por cuentos y novelas. Ya en su primer libro –Los retratos de Frances Farmer (1992)- encontramos la prosa lírica, el trasmundo personal y la intimidad estética que propone en novelas como Escena de caza (1995), El viaje interior (1999) y especialmente La disciplina de la vanidad (2000), donde el humor y la melancolía adquieren madurez y plenitud.
Cada escritor se inventa su tradición y por eso Thays se proclama del linaje de Luis Loayza, Gastón Fernández y Carlos Calderón Fajardo, tres autores discretos, esquivos y austeros que Thays convoca a la vera de Proust, Chéjov y Nabokov. De ahí que el instrumental político y sociológico que muchos críticos acarrean resulte inútil para analizar la obra de Thays, pues sus novelas y relatos tan sólo consienten la digresión literaria. ¿Y el mundo andino, la identidad peruana y el Estado-Nación? Teniendo en cuenta lo poco que influyó Conrad en la revolución polaca y lo mucho que significa en la literatura universal, preferiría que Thays se olvide de la revolución polaca.
Alonso Cueto (Lima, 1954) es el escritor peruano de más prestigio internacional después de Vargas Llosa, Bryce y Ribeyro, pues su obra ha merecido diversos premios europeos, norteamericanos y latinoamericanos. Como cuentista ha publicado La batalla del pasado (1983), Los vestidos de una dama (1987), Amores de invierno (1994), Cinco para las nueve y otros relatos (1996) y Pálido cielo (1998); pero es en la novela donde Alonso Cueto ha sobresalido de manera especial. Pienso en Deseo de noche (1993) y El vuelo de la ceniza (1995) -dos piezas breves, delicadas y minuciosas como una miniatura literaria- o en El tigre blanco (1985), Demonio del mediodía (1999) y El otro amor de Diana Abril (2002), sus narraciones más largas y ambiciosas.
Como Henry James o Scott Fitzgerald, Alonso Cueto prefiere crear atmósferas familiares antes que contextos sociales, y por eso encuentro esenciales a sus personajes, ya que ellos transgreden, atropellan, fantasean y claudican, llevando sus existencias de ficción hasta unos límites morales que nos estrellan bruscamente contra la realidad. Así, los personajes de Alonso Cueto son como la mayoría de los peruanos: todos tienen algo que esconder y una deuda que saldar, todos se aferran a una monótona pasión y a un deseo sin sublimar.
CUENTO
Por razones estéticas, económicas y editoriales –en ese orden- en el Perú se publican más cuentos que novelas, y por eso mismo es más sencillo citar un buen número de magníficas colecciones de relatos que de novelas. Así se me antojan excelentes La primera espada del imperio (1988) de Siu Kam Wen, Señores destos Reynos (1994) de Luis Nieto Degregori, Un único desierto (1997) de Enrique Prochazka, Atado de nervios (1999) de Giovanna Pollarolo y París Personal (2002) de Marco García Falcón, aunque por el conjunto y valor de sus obras deseo destacar a tres autores: Leyla Bartet, Carlos Herrera y Fernando Ampuero.
Leyla Bartet (Lima, 1950) ha publicado apenas dos libros de cuentos –Ojos que no ven (1997) y Me envolverán las sombras (1998)-, pero por su sensibilidad, intuición, talento y originalidad, me atrevo a considerarla por encima de otros autores con más experiencia y publicaciones. Sus relatos son ricos en registros, hallazgos y obsesiones, y me hace ilusión precisar que no la selecciono por cumplir con una cuota o para ser políticamente correcto. De hecho, ahora que una gran mayoría de escritoras se empeña en construir un «discurso» para sus personajes femeninos, uno agradece que Leyla Bartet sólo se proponga dotarles de «voz». La «voz» tiene la frescura de la espontaneidad, la austeridad del asombro y la intensidad del deseo, mientras que el «discurso» no participa de ninguna de estas virtudes y casi nunca es literario sino más bien panfletario.
Carlos Herrera (Arequipa, 1960) es autor de tres magníficos libros de cuentos. A saber, Morgana (1988), Las musas y los muertos (1997) y Crueldad del ajedrez (1999). Sus relatos son esencialmente inteligentes, irónicos y eruditos, pues nos remiten a lecturas clásicas amén de otras exquisitas expresiones artísticas, mismamente las matemáticas. Escasamente traducido y antologado, me encantaría que la obra de Carlos Herrera fuera mejor conocida más allá de las fronteras de la literatura peruana. Sobre todo Crueldad del ajedrez, un libro maravilloso trufado de fábulas, greguerías, microrrelatos y fragmentos.
Fernando Ampuero (Lima, 1949) es escritor de amplia y copiosa bibliografía, aunque no lo convoco aquí por sus novelas –Mamotreto (1974), Miraflores Melody (1979) y Caramelo verde (1992)- ni por sus crónicas literarias –Gato encerrado (1987) y El enano (2001)- sino por su narrativa breve reunida en Paren el mundo que acá me bajo (1972), Deliremos juntos (1975), Malos modales (1994) y Bicho raro (1996). Sus cuentos prefiguran las opciones estéticas de muchos narradores hispanoamericanos de los noventa, más obsesionados en el realismo sucio que en el realismo mágico. Sin embargo, veinte años antes Ampuero ya escribía una literatura de calidad con registros musicales, cinematográficos y –por supuesto- literarios. Y es que Ampuero no se emborracha con Bukowski sino con Truman Capote, no sueña con Madonna sino con Kim Novak, y no escucha Nirvana sino a los Rolling Stones. Por eso Ampuero no envejece: porque sigue en sus trece.
CRÓNICAS
Mientras ciertos periodistas se empeñan en pasar como literatura la prensa de sucesos, algunos escritores convierten en literatura los sucesos de la prensa. Y advierto que no es lo mismo el artículo de fondo que la crónica literaria, pues el primero tiene pretensiones políticas y la segunda ambiciones estéticas.
Sin embargo, la crónica literaria peruana no había tenido un momento tan dulce desde los tiempos de Héctor Velarde, aquel genial humorista que en sus ratos libres ejercía la arquitectura y que nos enseñó a hacer el humor además de la guerra, pues la crónica literaria peruana o tiene ironía o no es peruana.
Así, entre los escritores más importantes del género se encuentra el poeta Antonio Cisneros (Lima, 1942), autor de El arte de envolver pescado (1990), El libro del buen salvaje (1995) y las crónicas de viaje Ciudades en el tiempo (2001). También son poetas Abelardo Sánchez León (Lima, 1947) y Jorge Eslava (Lima, 1953), autores de La balada del gol perdido (1993) y Flor de azufre (1997), respectivamente, dos libros hermosos, divertidos e inteligentes cuya lectura nunca me cansaré de recomendar.
Por otro lado, desde una perspectiva más periodística aunque no por ello menos literaria, deseo romper una lanza por Jaime Bedoya (Lima, 1965), quien con ¡Ay, qué rico! (1991) y Kilómetro Cero (1995) nos ha demostrado que una buena crónica puede ser culta y risueña, plástica y filosófica, tierna y achorada. Finalmente, Julio Villanueva Chang ha reunido sus artículos en Mariposas y murciélagos (1999), un retablo de personajes patéticos, melancólicos y valleinclanescos.
FRAGMENTOS
El fragmento es un género vagaroso y huidizo, pero de una enorme dignidad clásica y poética. No existía en la literatura peruana una tradición de fragmentos, pero en los últimos diez años ha aparecido un conjunto de libros de los que deseo rescatar cuatro: Habitaciones (1993) de Ricardo Sumalavia, Cuaderno imaginario (1996) de José Miguel Oviedo, El amor en los tiempos del cole (2000) de Lorenzo Helguero y Epístola a los transeúntes (2001) de Eduardo Chirinos.
Ricardo Sumalavia y José Miguel Oviedo consienten la narración, mientras que Helguero y Chirinos intuyen la poesía. Los fragmentos de Sumalavia y Oviedo son virutas del taller de la escritura, en tanto que los fragmentos de Helguero y Chirinos son juguetes poéticos a los que nunca se les acabará la cuerda. Los fragmentos –desde Apolodoro- son la cifra del mundo y a la vez su entraña.
MISCELÁNEA
Una miscelánea es un cajón de sastre o un desastre de cajón, según. Y algunos autores peruanos han cultivado con maestría este género más propio del Siglo de Oro que de estos tiempos pazguatos que corren. El primero es Luis Freire Sarriá (Lima, 1945), autor de una novela histórica desopilante –El cronista que volvió del fuego (2002)- y de dos libros misceláneos por inclasificables. A saber, Memorias de Obélix (1993) y Examen de ingenios (1997). En resumen: el Perú en posición fetal momificado por un Inca loco. Una maravilla.
Por último, no quiero dejar de incluir en este inventario a Leopoldo de Trazegnies Granda (Lima, 1941), un escritor secreto y transterrado que distribuye sus libros –constelados de humor y melancolía- a través de un portal en Internet (http://www.trazegnies.arrakis.es/). El catastro de la literatura peruana contemporánea sería del todo catastrófico si prescindiéramos de Conjeturas y otras cojudeces de un sudaca (1997), La lámpara de un cretino (2000), La carcajada del diablo (2001) y especialmente de Bulevar Proust (2002), un libro bellísimo y al mismo tiempo entrañable.
MÁRKETING SOCIOLÓGICO
Se habla mucho de los factores extraliterarios y de las distorsiones del mercado editorial, pero si en el subtítulo de estas reflexiones no hubiera estampado aquello de «Literatura, Centralismo y Globalización en el Perú de los 90», el amable y bucólico filólogo no habría llegado hasta esta línea. Y es que hay un márketing literario y un márketing de la crítica. Al primero le va el tema sexual y al segundo le puede el piropo sociológico.
- ¡Ese título no sirve para atraer lectores!
Ya, pero yo quiero atraer críticos.
Sin embargo, uno tiende a ser honrado y desea meter el centralismo y la globalización a como dé lugar. Quizás yo no sepa por qué, pero los críticos sí que lo saben.
Al escritor Abraham Valdelomar se le atribuye una frase que ha hecho fortuna en el imaginario peruano: «El Perú es Lima, Lima es el Jirón de La Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert, soy yo». Desde entonces hasta nuestros días han existido otros bares, otras calles y otros escritores, pero jamás otra ciudad. Lima sigue siendo el Perú y no parece haber vida literaria fuera de Lima.
El cometido original de estas reflexiones era hacer un inventario de la narrativa peruana surgida a partir de los noventa, mas mi primera conclusión es que deberíamos hablar de literatura limeña, pues quien no ha nacido en Lima, escribe sobre Lima o desde Lima, y quien no publica en Lima o vive en Lima, tiene una existencia ectoplásmica o cuando menos dudosa. Si la vida literaria supone crítica, librerías, editoriales, lectores y por supuesto escritores, se da la paradoja de que puede haber literatura peruana (limeña) en Leeds, pero no en Huancayo.
Felizmente en la red hay una infinita variedad de sitios donde la producción crítica y literaria ya no depende de los centros políticos y económicos, y así los recursos de la globalización se han puesto al servicio de las periferias culturales. Pienso en portales como Ciberayllu y Sololiteratura, donde no todo está escrito en la Santa Prosa de Lima, ese hablar empalagoso de la narrativa peruana de los noventa.
Fernando Iwasaki
http://www.fernandoiwasaki.com
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