sábado, 23 de enero de 2010

Relectura de Arguedas: dos proposiciones

De Patio de Letras 3, Lima 1995.
Alberto Escobar



Nota editorial

Entre los estudiosos de la literatura y de la lengua en el Perú, Alberto Escobar ocupa un lugar muy especial, no sólo por la importancia fundamental de sus trabajos de crítica y lingüística, sino por su profunda calidad humana, su calmado don de gentes, su espíritu de maestro universitario.

En su mensaje final de despedida, el 27 de noviembre de 1969, cinco días antes de su muerte voluntaria, Arguedas se refirió a Alberto Escobar como «el profesor universitario a quien más quiero y admiro». La relación entre ambos fue de una gran amistad, y es difícil imaginar una forma mejor de iniciar esta sección arguediana en Ciberayllu.

Me tocó la enorme y por demás improbable suerte de conocer y frecuentar a Alberto y a su familia en esta pequeña ciudad del centro de los Estados Unidos, y ser testigo de cómo lleva al Perú en su vida diaria, cómo saca fuerzas de su frágil salud para seguir produciendo material más que relevante para la cultura peruana.

Con la entusiasta autorización del autor, se reproduce este trabajo, cuya más reciente versión apareció en Patio de Letras 3 (Luis Alfredo Ediciones, Lima, 1995), tomo en el que se reúnen 21 ensayos de Escobar sobre literatura peruana. Además de tres trabajos sobre Arguedas, hay en este libro ensayos sobre Vallejo, Garcilaso, Antonio Cisneros, Ricardo Palma, Ciro Alegría, Carlos E. Zavaleta, Blanca Varela, Carlos Augusto Salaverry, Vargas Llosa, Carlos Germán Belli, Vargas Vicuña, Ribeyro, Juan Gonzalo Rose: muestra notable de un trabajo crítico que abarca ecuménicamente a todas las épocas y oficios literarios del Perú.

Domingo Martínez Castilla
Columbia, Misuri, mayo de 1999.


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Conocí a Pedro Lastra por obra y gracia de José María. Los lectores están enterados que, por años, Arguedas viajó regularmente a Chile y que en muchos pasajes de su obra escrita o en conversaciones y reportajes que han sido publicados, cuenta que Santiago, o en general el pueblo de Chile, le dio el aliento que le hacía falta encontrar. Aparte de razones médicas o sentimentales, es evidente que la trabazón emocional de Arguedas con lo que a su entender era lo chileno, surgía de una serie de fuentes conectadas a sus intereses de escritor y de científico social, y que en la raíz misma de su hontanar tenían un signo cualitativo: la amistad. La primera vez que Arguedas conversó con Pedro Lastra fue en un encuentro de escritores realizado en Concepción (1962). La simpatía inmediata hizo el resto. A Arguedas lo conmovió la amistad de ese joven chileno, nada fatuo ni académico y, por el contrario, humilde, a pesar de su competencia en cuanto toca a las letras hispanoamericanas. Advirtió en seguida su vocación por el diálogo como un arte de la socialización humana, si se basa en la prudencia del saber escuchar y opinar y preguntar a tiempo; es decir, el diálogo practicado como un modo de ampliar el conocimiento y la experiencia, ejercicio de ideas y lección de tolerancia intelectual. Lo supo sencillo, cordial, siempre con un gesto natural, como lo retrata en 1964, con motivo de la primera visita de Lastra a Lima (Expreso 9. XII, p. 13). En esa ocasión conocí personalmente a Pedro y asistí a sus presentaciones en la Casa de la Cultura y en San Marcos, y su voz me acercó muy sagazmente a la poesía y prosas chilenas recientes. Ya antes había leído y admirado la información y juicio crítico de algunos de los primeros trabajos de Pedro, los que conocí por la mediación entusiasta de nuestro inolvidable José María.

Con este signo marcado por José María Arguedas, se inició una amistad con Pedro Lastra, sentimiento entrañable compartido entre los viajes, las cartas, las remesas de artículos y recortes, presidido siempre por ese culto que José María profesaba e irradiaba entre los que lo queríamos bien. En él depuramos la convicción de que el hombre de letras que no olvida que lo es, cultiva el placer de escuchar y de admirar, Por eso, escribo estas líneas con un doble propósito: explicar al lector de estas páginas que mi homenaje a Pedro está ligado al recuerdo de nuestro común José María. Por él nos conocimos y con él iniciamos un itinerario que empezó encontrando un camino a los jóvenes de nuestros países, sociedades hermanadas por tantos rasgos comunes y distanciadas por equivocados antagonismos, pero, con el tiempo, esta lección la fuimos aprendiendo entre todos, y en parte, también la fomentó José María con su obra y los horizontes que ella abría, y así nos devolvió la certeza de que ser latinoamericanos no era un azar, no era una nacionalidad, tampoco es hablar un idioma o dos o tres, sino un compromiso con muchos hombres y mujeres de nuestras regiones. La escritura y la lectura conforman el crucero donde nos encontramos algunos de nosotros y algunos de los que leen aquello que, finalmente, tiene su destinatario primero dentro de esa multitud desconocida.

Cuando murió Arguedas, como todos los amigos que lo habíamos frecuentado en los últimos años, no conseguí reponerme del impacto que sufrí. Por meses no pude escuchar sus grabaciones ni leer sus libros. En el aniversario de su muerte fui invitado a dos actuaciones en las que se conmemoraba la fecha de su deceso. Entonces escribí unas pocas páginas, en las que reunía las razones principales por las cuales la escritura de Arguedas era, para mí, un fenómeno ejemplar. Que conste que ahora hablo de la escritura creativa y no del hombre y de otras actividades que cumplió en su fecundo trajinar cultural. Hablo de la escritura, tal como era percibida por los lectores devotos de Arguedas, y también, además de las obras clásicas, de lo que entonces se conocía de su anunciado libro póstumo. Es comprensible que esas páginas mías quedaran guardadas como un acto de pudor fraternal. Años después, reganada la serenidad, me decidí a publicarlas en un diario limeño (Última. Hora, Lima, 19.1.1976, p. 11). Entonces se me ocurrió que era justo dedicar ese artículo a Pedro Lastra, y ese es ahora el trabajo que sigue a esta introducción. Sólo puedo agregar que ese fue el germen del libro actualmente en prensa, el cual tiene su lejano antecedente en el trabajo dedicado a Pedro y en la más remota lectura que hice en el Instituto Nacional de Cultura del Perú, al año de la muerte de Arguedas.

Dado el tema y el curso de los acontecimientos relatados, no encuentro modo mejor de expresar mi homenaje al poeta de las intensas Noticias del extranjero y de tantas lecciones escritas o habladas, como él lo hace, sin pedantería, casi excusándose de sus conocimientos y de su horror a la sinonimia.
Sociedad, lenguaje y realidad en J. M. Arguedas
Cuando Arguedas publicó Todas las sangres se le reprochó que hubiera perdido la intensidad lírica de sus primeras obras y que ignorara los cambios ocurridos en el campesinado andino. Cuando se hizo público el volumen de los Zorros, el mismo sector crítico se quejó de la ilegibilidad de la novela, de su condición mutilada, inconclusa, y de la casi obsesiva grosería de muchas páginas. Políticamente las opiniones procedían tanto de la izquierda como de la derecha, por lo que a primera vista parecería tratarse de una cuestión reducida a un problema de estilo. Sin embargo, tengo la impresión de que se pretende desmerecer la filiación doctrinaria de Arguedas y su interpretación del Perú; aunque por otro lado, podría haber ocurrido que, al desaparecer el tipo de lenguaje intensamente poético de los libros iniciales, también se hubiera desvanecido el vigor y el valor testimonial de su narración.

Para discutir este problema partiremos de una premisa: Que existe un correlato estrecho entre el lenguaje y la conceptualización de la sociedad que usa Arguedas, en las dos etapas fundamentales de su obra.

En el arte narrativo de JMA es constante la representación de un lirismo, inigualado en su intensidad y transparencia. Esta trenza poética, a su vez, hace contrapunto a un filtro selector de imágenes que bocetan los patrones culturales de la sierra sureña. Y, de otra parte, ambos rasgos contrastan con el mundo mágico del habitante andino, horizonte que —a su turno— contradice el ordenamiento social manifiesto en la injusticia y el aparato económico político, sobre el que ésta se apoya. Son esas cuatro vertientes, para mí, las perspectivas de interés mayor en el examen del estilo de Arguedas.

Desde los primeros cuentos publicados en Agua (1935) a los capítulos de Los ríos profundos (1958), este esquema de fuerzas subsiste, enriqueciéndose, perfilando sus aristas, ensanchando o reduciendo —según los casos— sus combinaciones específicas. De modo que las variantes que se aprecian entre los textos iniciales y los de la madurez son, a primera vista, modificaciones formales en el manejo de los instrumentos narrativos: ruptura del planteo espacio-personajes-nudo-desenlace; tránsito de la autobiografía o relato en primera persona al narrador impersonal o testimonio múltiple; distribución equilibrada de los ingredientes líricos y dramáticos; etc.; pero en lo esencial, sus textos se organizan sobre esta especie de tablero cruzado en el que lirismo, contraste cultural, dimensión mítica y espacio social aparecen en intersección permanente. A la postre, diríase que la tónica impresa en cada obra responderá al relieve que uno de estos factores consiga respecto de los otros. La interdependencia de los cuatro es lo permanente; la eventual hegemonía de uno sobre los restantes, sería lo variable.

Se podría conjeturar por tanto, que la representación de la realidad mostrada en las obras de Arguedas posee una característica que no sólo es constante, sino que se halla inscrita en una convicción muy profunda y fluye de su modo de aprehender y transfigurar la problemática socio-cultural del Perú andino. En una fase primera, esta suerte de aptitud para penetrar en lo disperso de las situaciones y los hechos atisbados, de las costumbres, personajes y conflictos locales, de la superposición de la fábula mítica y la descripción objetiva, surge como una vivencia. Vivencia que calza y concilia con una teoría del país, el cual es visto como resultante de dos culturas enfrentadas y dos sistemas superpuestos: el dualismo occidental-aborigen, español-quechua, sierra-costa, urbe-campo, indio-misti, principal-comunero, lengua quechua-lengua castellana. En fase posterior, de la que Todas las sangres (1964) y El zorro de arriba v el zorro de abajo (1970) son los ejemplos conspicuos, la evolución y complejidad temática y técnica traducen la correlativa trabazón y cambio en el arte narrativo y en la conceptualización del país. Este cambio ocurre al hilo de una nueva manera de entender la estructura económico-social del Perú, la que se ubica tras la red arborescente de niveles y jerarquías de dominio interno y externo. Se revela como un proceso continuo de nexos de sojuzgamiento que van enlazando, sucesivamente, los pequeños hitos locales, para avanzar después al círculo regional, a la capital cosmopolita, a los intereses imperialistas y su mecánica intermediaria. Pues bien, este reacomodo que es fruto de una más precisa adopción del marco desde el que se juzgan las pesquisas del mundo andino o de la sociedad rural y nacional, no proscribe la vigencia de esos cuatro rasgos primarios y determinantes en el arte narrativo de José María Arguedas. Sin duda que el desplazamiento de los focos de interés echará más luz sobre unos que sobre otros, según las instancias; pero siempre, con los cuatro, se precipita una problematización global que codifica en símbolos verbales, vigorosamente, la percepción ahora mucho más ambiciosa y lúcida del conflicto humano y social, ético y étnico que, como en las piezas iniciales y hasta la década del cincuenta, sigue siendo el meollo irradiante de su quehacer de escritor y de estudioso.

Por ello, la narrativa de Arguedas difiere tanto del cuadro costumbrista o de la novela regional tradicionales, puesto que una percepción dialéctica subyace al dinamismo que consagran esas cuatro vertientes que hemos señalado y, en consecuencia, sus obras recrean un devenir en vez de una situación o un estado final.

Es así como no existe en los libros de Arguedas una versión eglógica o anecdótica, sino una creciente conciencia escudriñadora de sentimientos (amor, odio, ternura, crueldad), valores (egoísmo, solidaridad, justicia), normas sociales (autoridades, servidumbre, instituciones), superrealidad mágica (creencias ancestrales, presencias invisibles), regímenes y formas de dominio (hacienda, juez, principal, empresa, etc.). Si la marginalidad v el desarraigo connotaban en la primera etapa creativa de Arguedas, la inteligencia de una realidad percibida a través del dualismo y la explotación interna, a dicho mirador se añade, en la etapa segunda, el basamento de una comprensión que inscribe al país en la órbita mundial y en la mecánica de la colonización económica y cultural capitalista. La pugna de los intereses locales, regionales e internacionales, se nos dibuja, en consecuencia, como un alto inestable en el cauce incesante de las luchas de intereses, grupos, ideologías y clases, las cuales son atisbadas simultáneamente desde el ángulo íntimo, individual y comunitario, interno y externo, y presentadas en sus fases de expansión y repliegue, como una inacabable batalla en que lo mejor de la persona se muestra en su vocación liberadora y de rechazo a la miseria: ya sea que ésta se organice como un sistema de dominio de un hombre sobre otros hombres o de una cultura sobre las restantes, a través de formas alienantes o de procesos de deculturación.

Sin embargo, en esta indudable madurez teórica, política y artística, en este proceso de ejemplar honestidad y sencillez, nos parece que Arguedas —de manera consciente— se empeñara en integrar las vías de conocimiento racional e intuitivo con la experiencia subjetiva y la experiencia histórica, unciendo el conjunto a la configuración creadora del sujeto y de la historia global; tal es el testimonio que fluye del curso alternante de los diarios y hervores en Los zorros. El plano imaginario y el plano real discurren con una exigencia de acompasamiento y disociación que incide en el planteo de un tema que algunos circunscriben a la técnica escritural. Si fuera así, y personalmente no lo creo, todavía tendríamos que subrayar que de ningún modo lo sería como mero afán discursivo y, mucho menos, manierista, sino como una requisitoria vital, enconada en la infeliz querella literaria, pero en absoluto independiente de lo fortuito de ésa. También entonces se habría olvidado la lectura recta del minucioso trabajo de elaboración con las otras vertientes que suponen Rasu Ñiti o el Sueño del pongo.

De modo que si regresamos a la premisa anterior, diremos que en forma análoga (y ésta sí es una prueba irrecusable) Arguedas superpuso de manera puntual, vida y obra; que disolvió fábula y realidad en un todo unitario y concluyó con el mensaje y la propia vida, combinando su lealtad a los viejos ideales creativos y la renovada adhesión a los anhelos cívicos y liberadores. La coherencia que revelan tanto el decurso literario como el personal, desemboca en la certeza de haber satisfecho una tarea: su tarea, que él entendió como la de extender leal testimonio de una época.

Por lo expuesto, no queda duda para mí de que tanto en la primera fase de la producción de Arguedas (de Agua a Los ríos profundos), como en la segunda (de Todas las sangres a Los zorros), en la obra entera, los tópicos de la identidad personal y cultural son ilustrados a través del escrutinio de la sociedad y de los modelos para conceptualizarla y representarla. Ahora bien, si esto fuera en algún grado cierto, precisaría conceder más importancia al encabalgamiento de 1a narrativa de Arguedas con sus estudios de científico social y recopilador y analista del folklore, tanto como a los instrumentos conceptuales con los que examinó esta ladera de su quehacer con la cultura del Perú. En esta perspectiva se incrementa la importancia de La agonía de Rasu Ñiti (1961) de El sueño del pongo (1965) cuyas fechas descubren su eslabonamiento con las novelas mayores del segundo período estético de José María. Pero también son determinantes para reflexionar sobre la coexistencia de las modalidades que caracterizan a las dos estancias creativas, pues Rasu Ñiti depura la línea popular andina a través de una leyenda mítica, y con sus símbolos trasciende la versión regional al proponernos una valoración del hombre y la cultura en globo, ya como herencia histórica y como devenir social; mientras que, El Sueño del Pongo es resonancia feliz de la vocación antropológica de José María, en tanto versión escrita, literaria o transcodificada, de un relato oral. En suma, en este texto el dualismo cultural o mágico-racional cristaliza como testimonio de clase y explicita vislumbres antagónicas, que alcanzan inclusive a las nociones del humor y el sentido de la venganza. De algún modo, ambos textos rescatan el recuerdo del varias veces tratado tema de Inkarrí, al que Arguedas concediera no sólo un valor etnológico, sino, cada vez más, un mérito simbólico y premonitorio de lo que habrá de ser la reconstitución del cuerpo del héroe, y de la con él nuevamente formada nacionalidad.

Merced a la toma de conciencia del paso de una tradición oral a una forma escrita en cuya composición rige una finalidad artística, nos aproximamos a juzgar en concreto y de modo muy específico el papel que el lenguaje juega en dicha conversión. Y esa virtualidad cede a la multivalencia semántica del componente que hemos designado como contraste cultural y a la funcionalidad poética que es decantada a través del otro factor que designamos como el lirismo del estilo de Arguedas. En particular, este último rasgo tiene, más que ninguno, un sustento verbal y, por ello, hasta cierto punto no se equivoca el lector cuando identifica de manera sumaria el estilo arguediano con esa no común condensación poética que satura los textos del primer período de nuestro escritor.

Habría que añadir que entre el lirismo y el contraste cultural hay una suerte de correspondencia, de consonancia, en la medida que sólo a manera de impresión se presume que al transferir los valores del mundo nativo del quechua al castellano, se insufla un hálito simbólico por efecto de la transposición de un código al otro, y que así el discurso literario de Arguedas gana en fuerza poética y el texto en español se desautomatiza adquiriendo un repentino poder sugestivo, que cautiva al lector doblemente: por la novedad de su factura y por la intertextualidad cultural.

Como quiera que se piense plantear, esta suposición ya concede al escritor un logro que por años caracterizó la prosa de Arguedas y tiene sus instancias más notables en las páginas de Agua y de Los ríos profundos. De esta manera nos hemos deslizado del tratamiento de la percepción de la realidad social al esclarecimiento de las reacciones frente al discurso literario.

A menudo se menciona la habilidad de J.M.A. para sortear las dificultades implícitas en el desafío de expresar en castellano, un mundo básicamente ligado a la cultura y lengua aborígenes de la región andina. Se apela entonces a un documento de indudable crédito, tanto para la crítica literaria en estricto sentido, como para la filología y la socioliteratura; el propio autor ha insistido varias veces en dicho testimonio y ha vuelto sobre él en ocasiones bastante diferentes, con lo que se desvanece cualquier sospecha sobre la autenticidad y el sentido de su declaración. En efecto, cuando en 1954 se reeditó Agua junto con otros textos bajo el título general de Diamantes y pedernales, incluyó el autor a manera de prólogo, párrafos de un artículo publicado antes en la revista Mar del Sur n.9 (1950), y ocurrió otro tanto cuando presentó la edición chilena de Yawar Fiesta (1968), originalmente publicado en 1941. Al dar razón de los motivos que lo indujeron a escribir y las circunstancias en que redactó los cuentos que compone la serie de Agua, volumen con el que adoptó públicamente la función de escritor, evoca que entonces quería dar respuesta a esta pregunta: «¿En qué idioma se debía hacer hablar a los indios en la novela?». Sobre el punto anotaba: «Para el bilingüe, para quien aprendió a hablar en quechua, resulta imposible, de pronto, hacerlos hablar en castellano; en cambio, quien no los conoce a través de la niñez, de la experiencia profunda, puede quizás concebirlos expresándose en castellano...»: Y más adelante añadía: «Es pues falso y horrendo presentar a los indios hablando en el castellano de los sirvientes quechuas aclimatados en la capital». Del contexto en que figuran estos párrafos se desprende la reacción frente a la literatura modernista y los intentos novelescos del siglo XIX, pero además se desprende igualmente que desde el momento en que Arguedas asumió la responsabilidad de escribir sobre ef universo y los hombres del Ande, desde ese mismo instante tuvo conciencia que aquella aventura implicaba una carencia, un vacío, un reto que el artista debía salvar, y que no se circunscribía al mero instrumento de la comunicación idiomática sino también a la plasticidad con que, desde el castellano, habría de recomponer la textura cultural de un segmento humano que tenía en el quechua y en el relegado mundo de los poblados andinos su hábitat familiar. En este sentido, igualmente, habría que advertir en Arguedas una posición ya distinta de la que alentó cierto indigenismo utópico, que confundió la revaloración de lo andino con el retorno al Incario y que nunca se propuso adaptar el castellano, domesticar la lengua, y convertirla en instrumento dócil para reconocer, por su intermediación, lo indio.

Fue así como J.M.A. se lanzó a una de las tareas más difíciles y mejor logradas de la novela y la prosa del Perú: la elaboración de un estilo apropiado para la fluidez y expresividad de sus personajes, reteniendo en versión castellana la peculiaridad de los rasgos del discurso quechua. Desde entonces, qué duda cabe, más que en otros casos, en éste, la lengua, el estilo conseguido con ella, constituyen la morada del hombre; ya creador, ya personaje; seres pensantes, soñantes y hablantes de un mundo que se nos revela en la literatura, y desde ella ilumina una realidad que nos es todavía poco conocida.

Hasta aquí hemos presentado dos hipótesis que juzgamos pertinentes: 1) que en la elaboración de su estilo Arguedas trabaja poseído de una interpretación de Ia sociedad andina, que con los años se esclarece y reafirma con los conocimientos adquiridos en los estudios y el ejercicio profesional de etnólogo, de maestro, profesor y de estudioso en varios campos disciplinarios; y 2) que aunque respondiera más a un impulso emocional y tradujera una necesidad subjetiva, la actitud de Arguedas frente al problema de la lengua en general y al quehacer artístico en concreto, se refuerza e integra con su comprensión de la sociedad y la cultura, de lo que devendrá la consistencia extraordinaria de dichos componentes en su obra de escritor y de estudioso, y en el rol que cumplió desde su inserción en la vida literaria hasta la fecha de su muerte.

No sólo por el mérito del hallazgo de ese código lingüístico habrá sido consagrada la obra literaria de J.M.A. Pero tampoco es posible omitir el papel fundamental que en sus escritos adquiere la relación con el lenguaje: a) la del autor con el instrumento, respecto de los personajes y el medio; b) la del lector, respecto de la lectura de las señales cifradas en las normas de estilo; c) la de la obra en bloque, respecto de la tradición literaria en la que se inserta y el período al que pertenece. Sobre lo dicho, la crítica nacional adquiere cada vez mayor conciencia, pero todavía no conozco un estudio que desagregue el enunciado general y se arriesgue a la comprobación de la hipótesis, para postular más de un enjuiciamiento menos segmentario, menos parcial.

Véase sin embargo que cualquier lector atento que hojee los hervores de Los Zorros (y en este libro con muchísima más fuerza que en Todas las sangres) se preguntará intrigado qué pasó con el hablar de los personajes andinos. Qué ocurrió con el componente lírico, tan constante en el estilo de Arguedas. Se asombrará al comprobar que una serie de personas y diálogos utilizan aquel tipo de castellano que no quiso usar JM en Agua, hacia 1935, porque el indio no debía identificarse o ser confundido a causa del «castellano de los sirvientes quechua aclimatados en la capital». Porque esa variedad de lengua resultaba inadecuada para trasvasar limpiamente la riqueza del mundo comunitario y la intensidad con que se expresaba la dimensión subjetiva de los personajes. Porque fue, precisamente, esa caricatura de los autores que airadamente rechazó, la que lo llevó a sumergirse en el laborioso empeño de construir un lenguaje literario distinto.

¿Qué ha sucedido para que una apreciación sobre el idioma, tan concisa y rotunda, haya sido abandonada por el autor? ¿Es tan sólo el síntoma de un nuevo estilo? ¿Puede pretenderse que el cambio de criterio obedezca a lo inacabado de la versión? ¿La ruptura planteada será quizás sólo aparente? En suma, ¿se trata únicamente de un dilema en la transliteración de los diálogos, o debemos presumir que en este nivel se produce una redefinición del modo como Arguedas concebía lo andino y la sociedad o sociedades del Perú actual? ¿Es efectivo el vínculo entre esta proposición acerca de la lengua y la anterior acerca de la conceptualización de la sociedad? He aquí una serie de interrogaciones que no podemos ni pretendemos contestar a cabalidad en el estado presente de nuestra investigación, pero que es un índice de lo estimulante del planteo. De cualquier modo, adelantaremos algunas reflexiones.

Hagamos una pausa, y propongámonos establecer en qué consistió el hallazgo estilístico de Arguedas. Recordemos que la sierra central y sureña del Perú posee un alto grado de bilingüismo quechua castellano y castellano quechua, en contraste con el estado de la sierra norteña y de la región costanera. Recordemos igualmente que en ese contexto son muy distintas las alternativas del hablante bilingüe y las del monolingüe hispánico, si de lo que se trata es usar una norma castellana para el hablante de quechua, a fin de adecuar la lengua a la recreación de un mundo que comparte el bilingüe, pero no el monolingüe castellano. Ahora bien, como Arguedas estaba persuadido de que su empresa tenía que reivindicar lo andino a través del castellano, y levantarlo por encima del discrimen tradicional y de la reciente distorsión en que incurrieron de buena fe otros escritores contemporáneos, es obvio que su posición conlleva interpretar lo quechua en español, dada su condición de bilingüe; pero, a la vez, tenía que lograrlo sin traicionar su objeto ni la sensibilidad doble del bilingüe, en un país en que lo literario es normalmente concebido, y casi exclusivamente, en una lengua. En un área en la que el bilingüismo fuera lo dominante, la tarea que se propuso Arguedas hubiera sido innecesaria, pues los libros circularían en ambos idiomas y dispondrían, de manera aproximada, del mismo círculo de lectores potenciales. Tampoco podemos desconocer que el estado de las lenguas naturales es un antecedente para apreciar mejor el empeño del autor, y nada más. Pensar otra cosa nos llevaría a imaginar que este autor buscó una variedad o registro castellano de los Andes, para fundar en él la manera de hablar de sus indios. Señalemos lo poco conocido que era el español peruano y la ausencia de toda idea, hasta fecha reciente, del continuo impreciso que conduce del monolingüe quechua al bilingüe incipiente y de ahí pasa adelante hasta la distribución de las variedades del castellano del Perú de hablantes maternos. ¿Acaso era éste el corpus teórico de que disponía Arguedas? En absoluto. Él se guió más bien por su conciencia de hablante y percibió nítidamente los contrastes de mayor relieve entre una lengua del tipo SVO y otra del tipo SOV; pero además el relieve de los sufijos reportativos, los determinantes, el valor del continuativo, la pérdida del artículo y la falta de concordancia, etc. Lo que Arguedas buscaba no era crear una variedad idiomática sino una herramienta literaria. Buscaba alterar o penetrar de un código al otro y de esa forma infundir un viento fresco, vivificante en el lenguaje literario de su tiempo y, en especial, en el característico del primer indigenismo, tan extraño para él como la retórica modernista.

Gracias al testimonio del propio autor sabemos que el texto que le dio la primera impresión de haber alcanzado algo de lo que se proponía fue Warma Kuyay (el cuento que aparece al final, en el conjunto de Agua).

Pero Arguedas no se llamaba a engaño ni se dejaba arrastrar por la soberbia, de modo que advirtió, también desde un principio, que con los recursos de Amor de Niño sería imposible contar las experiencias de la vida comunitaria; dicho de otro modo, que no podría acceder hacia una versión épica de la comunidad y su gesta afirmativa, su conflicto por sobrevivir. Seis meses más tarde lo consiguió, al redactar el texto que sería después el primer cuento del libro de 1935. (Adviértase que las versiones recogidas por el padre Rouillon no fueron recopiladas nunca por su autor, y, en cierto modo, son solamente testimonios para el ejercicio de la crítica de variantes). En otras palabras, para medir la distancia entre lo que es la prosa de Arguedas y lo que no llegó a serlo, a pesar de haber sido escritas por la misma mano, pero antes de que definiera su estilo.

¿Qué varía en los textos de Agua, y entre la primera edición y las siguientes? Entre Warma Kuyay y Agua o sea entre el último y el primer cuento del libro inicial hay que admitir que las diferencias pueden parecer sutiles, pero deben, entre otras cosas, responder a esa pincelada emotiva que a través del sentimiento infantil explica el desarraigo afectivo y cultural del adulto, en Warma Kuyay, y la rebeldía contra la expoliación en Agua. El cotejo de los textos es transparente al mostrar la actitud y el rol del narrador en el centro mismo de la actitud frente al lenguaje y la realidad, y la combinación de las distintas variedades de norma idiomática en la composición del universo textual.

Ratto notó que los primeros glosarios desaparecen y en su lugar se usan citas de pie de página desde la primera reedición. La conciencia del contraste cultural y la inmediatez para salvar esa distancia se percibe en esta modificación, así como la tendencia ulterior para traducir total o parcialmente al castellano las canciones interpoladas en el relato. ¿Cuáles son los rasgos más frecuentes en la norma de W.K.? El uso de sufijos diminutivos quechuas (Justinav, Justinacha), el aprovechamiento de rasgos del español regional (le por lo: «al Kutu le quieres») ; elementos quechuas léxicos, sobre todo en las comparaciones y en la alusión al mundo físico y a los animales; términos que se presume sean desconocidos al lector y que sirven para diseñar el ambiente; una serie de rasgos de la construcción oral, como las anáforas por anteposición y posposición de los determinantes; cambio del régimen de algunos verbos no transitivos a transitivos; voces deformadas por el contraste fonológico y escritas entre comillas; tendencia a trasladar el verbo al final de la emisión y frecuente supresión del artículo. Pero además, el componente subjetivo proyectado hacia Ia naturaleza, las plantas y los animales construye con los recursos verbales una representación cargada de afectividad, y en la cual la percepción del tiempo y del espacio connotan un horizonte diverso del habitualmente recogido en lengua española. ¿Sucederá lo mismo con las otras piezas del libro? A través de las diferencias que inviste la naturaleza de cada texto, se preservan los rasgos de lengua, aunque es mayor el realce de los aborígenes quechuas para los nombres y las expresiones emotivas. Se incluyen oraciones usadas en el discurso quechua, pero que ya son comprensibles por el lector hispanohablante: «Pantacha, mak=ta Pantacha» o «Yaque, yaque».

En Agua se observa un fenómeno de gradación. Esto es, que el habla del narrador, un niño que se identifica con los indios, sin serlo, también está salpicada de rasgos o formas de relieve que lo distancian del ordenamiento habitual en la norma de la región o en la costeña o en la supranacional: «Mírale su cara, como de misti es, molestoso» (p.17). Y otro tanto ocurre con los pasajes en los que no habla el niño sino un narrador omnisciente: «El taita Vilkas era un indio viejo, amiguero de los mistis principales». Esta versión es la más neutra, después seguiría la del niño, luego la de Pantacha y finalmente la de los comuneros.

Lo singular estriba en el hecho de que un componente como la rebeldía y la protesta van al compás de la alternancia de la norma lingüística, y son los elementos semánticos-culturales los que introducen el criterio diferenciador en la aparente homogeneidad del puro contraste dual (V. p.18 «chancho de principal...»; p. 19 «Así blanco... »).

En Los ríos profundos el discurso incorpora el relato explicativo, pero más que como un factor adosado o marginal, como un indicio respecto de las secretas resonancias que existen entre la lengua, la magia, la vida y la muerte. En este libro las canciones aparecen en los dos idiomas y hay un capítulo inolvidable que corresponde a la explicación etimológica y cultural del Zumbayllu (71). Se ha concretado en estas páginas, como en la notable definición de tuya (159) o chirinka (218), una dimensión del lenguaje de Arguedas, en estrechísimo enlace con el dualismo etnográfico y los factores mágicos que subrayan la intensidad lírica y la transparencia poética. Se ha depurado un nuevo e individual código literario que, sin embargo, reproduce y decanta raíces colectivas y tradiciones conservadas por el medio oral.

En Todas las sangres la intensidad lírica cede su lugar de privilegio al trazo de la estructura social y económica arborescente, y los aspectos culturales subrayan más bien los conflictos de interés y la naturaleza de las relaciones, según se den éstas en cada alternativa. Dicho con otro fraseo, en este libro se dispersa y distribuye la concentración patente en los anteriores, y sucede así para que se revelen los vasos comunicantes por los que corren las sangres del país.

En El Sexto (1961), no obstante el medio carcelario del penal limeño, resuenan el jarahui (p.68) y el ayataqui (p,149) andinos, y se recuerda la explicación semántica de Kamac (p.119), la cual sirve sin duda a la fundamentación del perfil del personaje de ese nombre: «el que crea, el que ordena».

El gran dilema (como lo comentábamos hace algunos minutos) se presenta al releer Los zorros. Parece evidente que la perspectiva del autor no es exactamente la misma y que, cuando menos, estamos en presencia de 5 tipos de normas que convergen en el estilo de la novela.

Hasta aquí hemos visto o sugerido el esfuerzo que realizó Arguedas por construir un lenguaje literario en castellano, que al mismo tiempo de que fuera capaz de satisfacer los requerimientos de la función poética, pudiera igualmente atestiguar una correlación literaria por referencia al quechua; de modo que al leer el texto castellano, a través suyo se viviera la experiencia de entender a un hablante y un mundo quechuas, andinos. Las observaciones anotadas son apenas una muestra parcial de la complejidad requerida para que plasme ese esfuerzo; no deja de ser interesante recordar que el mismo autor redactó poemas directamente en quechua y luego los tradujo al castellano, proceso singular y opuesto al de la creación narrativa, pues en ésta se encara con el español y en ésa con el quechua para el trajín creativo, lo que nos lleva a esclarecer la función jugada por la transferencia de un código al otro en el adensamiento de la corriente lírica. Pero a su vez, el arte de la traducción cultivado por Arguedas tanto en poesía como en prosa lo situó en desacuerdo con los estereotipos que sobre la lengua, sus variedades o pureza, afectaban a algunos quechuistas y quechuólogos, con los que mantuvo constante desacuerdo. Hasta se nos ocurre que la experiencia del estilo refleja de manera muy clara, de qué modo se incorpora en él toda la aventura creativa, intelectual y vital de José María Arguedas.

Volvamos ahora a los momentos iniciales de esta exposición. Si en nuestra hipótesis primera se postula el ligamen entre la obra creativa y el pensamiento etnológico de Arguedas, la segunda nos lleva a presumir el acabamiento del mundo rural y andino que nos descubrió al evocar su infancia; su existencia como un círculo asediado siempre, pero siempre incontaminado, corre paralela con el esclarecimiento del pensamiento científico y político de Arguedas. Si esto fuera cierto, equivaldría a un replanteo de la estructura y destino de las pequeñas poblaciones de los pueblos andinos del Perú. No está fuera de lugar citar en este punto el ensayo dedicado al Valle del Mantaro, la región más urbanizada y bilingüe y la más densamente poblada al igual que Arequipa, en la región andina, en contraste con el despoblamiento de las antiguas ciudades coloniales de la sierra, a saber: Huamanga, Huancavelica, Huánuco, Huaraz y Cajamarca.

Como en un aparte teatral, permítanme preguntar: ¿es posible que comparemos Huancayo con Chimbote? Diremos que sí y no, pero ése sería un largo y diferente discurso.

¿Acaso Arguedas tuvo conciencia de que el mundo andino que había evocado, ya no existía o se hallaba en proceso de un cambio que acarrearía su extinción? ¿Por qué hay tanta pasión y calor en su: «yo no soy un aculturado»? ¿Acaso llegó a persuadirse de que el habitante andino y su mundo se habían contaminado y, por ende, los personajes de Chimbote tenían que hablar de otra manera, pues habían renegado del quechua y de lo andino? ¿Acaso el estilo originalmente fraguado, con empeño de orfebre, al aliento de su visión dualista de la sociedad y cultura andinas, con el tiempo ya no le servía para mostrarnos un sector popular y trabajador, y no un grupo étnico? ¿Es válida o posible otra lectura que no sea la del primer Arguedas? ¿Cuál sería entonces su lección y su mérito? Cualquiera sea la respuesta, cualquiera, ella emergerá de una confrontación desgarradora con una obra que, siempre, es excepcional.

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Obras de J. M. Arguedas utilizadas: -

Amor Mundo y todos los cuentos de J. M. A. (1967) Lima, Moncloa
Yawar Fiesta (1958) Ediciones Populares. Lima, Mejía Baca.
Los ríos profundos (1958) la. Ed. Buenos Aires, Losada,
Todas las sangres (1964) la. Ed. Buenos Aires, Losada.
El sueño del pongo/ Canciones quechuas tradicionales (1969) Libro-disco. Santiago de Chile, Universitaria.
El Sexto (1973) Lima, Horizonte.
El zorro de arriba y el zorro de abajo (1971) Buenos Aires, Losada.
© Alberto Escobar, 1999
Ciberayllu

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