miércoles, 27 de enero de 2010

Poesía peruana actual: ni etiquetas ni guetos

El análisis de la poesía peruana actual, emprendido por el crítico José Antonio Mazzotti en el número anterior de identidades, exige según el presente artículo una rectificación. Se trata, como advertimos ya en el número pasado, de un campo de análisis difícil y que se confunde, agregamos hoy, con elementos de carácter personal, en donde los protagonistas
son muchas veces jueces y parte.




El pasado lunes 7, en esta misma sección (identidades 80), se publicó el artículo “Poetizar la tragedia: a propósito de una muestra señera”, firmado por José Antonio Mazzotti, en el que se alude a mí con epítetos no sólo ofensivos, sino falsos. El malévolo comentario no menciona directamente mi nombre y, por lo tanto, podría pensarse que se refiere a otra poeta ya que, por si no lo sabe el propio Mazzotti, actualmente residen en Nueva York por lo menos tres escritoras peruanas más, contemporáneas mías, cuyos nombres no viene al caso revelar aquí. Pero demás sé –y no lo escondo– que el motivo de ese comentario es una carta que le escribí recientemente a Maurizio Medo1, encargado, junto con el poeta chileno Raúl Zurita, de la antología La lengua en que nació la pena (Lima: El Santo Oficio, 2005).
Revisando los términos utilizados por Mazzotti para referirse sesgadamente a mí, debo decir que, en primer lugar, el tono de mi carta a Medo no era en absoluto lacrimógeno (no veo, por eso, dónde está el “llanto”); más bien, tenía ese carácter contundente y hasta visceral, con el que hace falta enfrentarse a la necedad ideológica y a la mezquindad intelectual de nuestros días. En su artículo, Mazzotti menciona también que soy una poeta “no tan joven” y me llama, con la típica chacotería que despliegan sus últimos textos periodísticos, “neo neoyorquina”. En cuanto a lo primero, no veo por qué la edad de una persona –hombre o mujer– deba considerarse como un criterio de valor –o disvalor. En este comentario, Mazzotti más bien parece adherir a esa idea, popularmente extendida y de raigambre machista, según la cual, con los años, las mujeres envejecemos, mientras que los hombres apenas “pintan canas” y, eventualmente, ganan en sabiduría, siempre y cuando no terminen convertidos en inefables viejos verdes. La incorrección política y el mal gusto son tan obvios en esta frase, que no voy a extenderme en comentarla.
Lo que sí considero inaceptable es el constante afán de Mazzotti por las etiquetas; como si no le bastara con insistir en llamarnos, como lo hace en diversos artículos y prólogos, “las poetas del cuerpo” o “las poetas eróticas”, el limeñísimo ingenio mazzottiano pretende ahora acuñar un nuevo gentilicio, el de “neo neoyorquina” y endilgármelo a mí. Me pregunto si su próximo paso será, en concordancia con su afán de novedad, utilizar el término de “neo parisino” para referirse, por ejemplo, a Vallejo, Moro y Ribeyro; o el de “neo italiano” para aludir a Eielson. Al respecto, quiero decir que resido en Nueva York desde hace quince años, exactamente un tercio de mi vida, ya que jamás he ocultado mi edad. Allí he sido invitada, en calidad de poeta peruana, a numerosos recitales y ciclos poéticos organizados en prestigiosos centros universitarios como Sarah Lawrence College; Barnard College; Columbia University; New York University; City University of New York (CUNY), así como en otros foros y escenarios, entre ellos, Americas Society, Centro de Cultura Dominicana y PEN Club of New York.
Por eso insisto en que el hecho de haber elegido a Nueva York como mi lugar de residencia, no significa, en absoluto, haberme despojado de mi nacionalidad ni haberme asumido, alguna vez, como neoyorquina. Lo cierto es que, en esta ciudad maravillosamente cosmopolita y multicultural, pertenezco a una comunidad intelectual, la de los escritores latinoamericanos que aquí viven, producen, enseñan, y con los que mantengo, desde siempre, un diálogo abierto, amistoso, incondicional. Sólo para mencionar a algunos, cito a Cecilia Vicuña, de Chile; María Negroni, Susana Reisz, Mercedes Roffé y Lila Zemborain, de Argentina; Carmen Valle, Lourdes Vázquez y Pedro López-Adorno, de Puerto Rico; Sonia Rivera-Valdés y Jacqueline Herranz, de Cuba; Alejandro Varderi, de Venezuela; Eduardo Mitre, de Bolivia; Ernesto Mora, Isaac Goldemberg, Walter Ventosilla y Jorge Ninapayta, del Perú.


Mi objeción a la antología de Medo y Zurita se debió a que entre los poetas considerados, es a todas luces visible la ausencia de varias escritoras importantes, sobre todo considerando que, como afirma Mazzotti, en las últimas décadas es notoria la presencia de las mismas en el panorama nacional. Si, según Mazzotti, el criterio para la selección ha sido incluir a poetas cuya obra refleja y da testimonio de la violencia y la pena de los duros años peruanos de 1970 en adelante, la exclusión de estas autoras se vuelve todavía más tendenciosa o, incluso, flagrante. Digo esto porque tanto “el desmembramiento esquizoide de las voces ....” (Medo dixit), como “las marcas incanceladas de la violencia” (Zurita dixit), están claramente presentes y hasta sirven de sustento a los poemarios O un cuchillo esperándome, de Patricia Alba, y Zona Dark, de Montserrat Álvarez, que reflejan, cada uno a su modo, la paranoia y la violencia del diario transcurrir en Lima, ciudad sitiada. Del mismo modo, los conjuntos Cisnes estrangulados, de Victoria Guerrero, y Mariposa negra, de Rocío Silva-Santisteban, dan testimonio de la imposibilidad del amor y de la solidaridad, así como de la dureza que permea no sólo el macrocosmos social de la ciudad, sino los niveles más íntimos de la diaria convivencia y que afecta “al noventa por ciento de los peruanos”.
Mazzotti insiste en leer –y arrinconar– a esta nómina bajo la etiqueta de “las poetas eróticas”, sin reparar en que escribir desde el cuerpo es un acto altamente político, sobre todo cuando dicho leitmotiv sirve, como en el caso de estas autoras, para cuestionar y hasta subvertir, con eficacia y altura poéticas, los roles sexuales y la ideología fuertemente falocéntrica de la sociedad peruana, fenómeno que justamente sirvió para justificar los más terribles abusos a la dignidad y a los cuerpos de incontables mujeres durante los años de la “guerra sucia”.


Por otra parte, si de las “heterogeneidades asimétricas del quehacer verbal” se trata, pienso de inmediato en tres poemarios cuyo punto de partida es el rescate poético de importantes minorías de nuestra sociedad, históricamente postergadas y víctimas muchas veces directas de la violencia política y de la crisis económica de las últimas tres décadas. Me refiero en primer lugar a Abajo, sobre el cielo, de Roxana Crisólogo, donde vibra ese concierto polifónico de voces de los desposeídos que acordonan la ciudad desde el arenal de San Juan de Miraflores; inmigrantes andinos –o sus hijos– y por lo tanto, usuarios recientes de la lengua impuesta, el español. También está ahí, Chambala era un camino, de Doris Moromisato, crónica poética de una descendiente de inmigrantes japoneses pobres, jornaleros “enganchados” en una hacienda cercana a la señorial Lima; o Lo que no veo en visiones, de Ana Varela Tafur, que nos presenta, desde la perspectiva de lo real maravilloso, el universo, todavía claramente ausente en la literatura canónica del Perú, de las poblaciones mestizas de la región amazónica.


Mazzotti debe saber, como investigador bien informado que es, que el año pasado fui incluida, precisamente en calidad de poeta peruana residente en Nueva York, en Mujeres mirando al sur. Antología de poetas sudamericanas en USA, a cargo de la escritora y catedrática argentina Zulema Moret (Madrid: Torremozas, 2004). Se trata de una antología sólida, que consta de un prólogo dilucidador y que reúne a un total de diecisiete autoras; las otras dos poetas peruanas incluidas en el volumen, son Victoria Guerrero y Rocío Silva-Santisteban. Como parte del proyecto, Moret incluyó una entrevista de formato libre, en la que las autoras debían elaborar en torno a su trayectoria poética y vital, a partir de una serie de palabras que ella nos entregó, entre otras: nómada, residencia, mujer, lengua, lecturas, memoria, trampa, frontera. Considero que las secciones cuatro y cinco de mi texto, “Pero una palabra tuya”, donde reflexiono respecto a lo que significó vivir mi adolescencia y parte de mi vida adulta como escritora en el Perú, así como el fragmento final, donde trato de explicarme mi tensa e intensa relación con la ciudad de Nueva York, son finalmente mi mejor respuesta, desde la poesía, al sesgado y malevolente comentario de Mazzotti.

PERO UNA PALABRA TUYA


CUATRO
Quiero pararme de la cama, salir de mis quince años, de mis miedos. Rodeada de Camus, de Faulkner, de Varguitas, improviso una fiebre y cierro las cortinas al gris cielo de Lima. Me evado de la escuela me evado de las calles me evado de mí misma: conozco sé presiento que siempre viviré en la frontera.


CINCO
¿Cuánto tiempo se padece un país, su histórica mentira, las trampas que nos tiende la política? Llevo a Lima en la piel, en la tarde cansada donde caen y mueren lentamente los sueños. Nómada de mi ciudad, la recorro y la odio con ternura: plazuelas de su centro donde vuelan palomas o reza una beata o canta un borrachín; húmedos parques o estadios donde los cuerpos verticales se rozan; avenidas del cloro donde los jóvenes gozan o protestan rodeados de ese humo que sigiloso brota tanto así de los porros como de la policía. Brumosas glorietas de Magdalena, puentecito escondido de Barranco, altas veredas de Lince, estrechos callejones de Breña, mar no tan azul de Miraflores: me desvinculo –sólo por hoy– de vuestros nombres, de vuestros círculos de herrumbre y soledad.


SEIS
Tejido de voces tejido de lenguas tejido de cuerpos: atestados en la humedad ardiente del verano llevando un sombrero un abrigo dos guantes contra el azote lacerante del invierno. ¿Qué fue lo que perdí en esta ciudad? Una ambición alta como una torre un deseo insomne y acuciante como un río un amor contundente y sombrío como un puente. Se abren se cierran los vagones el vaho de las veredas me transporta me hieren las anchas avenidas sus más finas vidrieras. Verde glauco los árboles de otoño verde agua la cúpula oxidada verde oscuro el sello de este dólar. Imposible fijar una ciudad que es más bien una isla que es más bien un tinglado: en el neón de Manhattan me pierdo me recupero en la sospecha de mis cuatro conciencias; en la certeza de que allí, en el vértigo puro de su caleidoscopio, puedo otra vez negarme y afirmarme, diluirme hasta permanecer.

Mariela Dreyfus (*)


Una respuesta
Para que el público sepa de dónde parte la alusión en que la poeta Mariela Dreyfus se autorreconoce en mi artículo sobre la muestra de poesía peruana La letra en que nació la pena, veamos el mensaje que ella le escribió al antologador Maurizio Medo el 3 de febrero último. Allí le cambia el nombre y lo convierte en insulto digno de mejor estómago:

“Apreciado Pedo [sic]:
En tu selección de poetas para la muestra “La lengua [sic] en que nacio la pena” (la pena de tenerte como poeta, la pena de tenerte como antologador), se nota la mano misógina y artera de Mazzotti, siempre presto (Harvard o no Harvard) a rodearse de títeres y a canjear favores a nombre del “machinario” local e internacional (la pena de tener a Zurita en esta empresa).
Pero tu olvido voluntario (de ciertos nombres, de ciertas obras) NO NOS BORRA, NO PODRÁ BORRARNOS del escenario poetico peruano, ni ahora ni después: Se lo dices de mi parte a Mazzotti?
Pero mejor se esperan: ya vienen llegando, ya llegan, nuestras nuevas, maravillosas entregas, todavía MEJORES que todo lo anterior.
Contra las aves negras del oscurantismo (o sea, vous)
La poesia pura (o sea, nous)”.

Hasta aquí el mensaje de marras. Nótese la obsesión de Dreyfus con “la lengua”, pues la antología se titula La letra en que nació la pena (tomando un verso de Vallejo), no La lengua en que nació la pena. ¿Qué nos revelará esta errata?
Mi reseña-ensayo sobre la muestra señala en un momento: “No sorprende, por ello, que haya habido reacciones viscerales de parte de algunos de los excluidos, como suele pasar cada vez que aparece una antología. Se cuenta, incluso, del llanto público de una no tan joven poeta neo-neoyorquina ante su ausencia en el radar de Medo y Zurita”. Las tres líneas de alusión a Dreyfus (cuyo nombre, por evitarle vergüenza, omití) han generado páginas de queja y autoglorificación que la poeta emprende ahora sin cortedad. Si le molesta no ser tan joven y atribuir a los varones en general el “pintar canas” y convertirse en “viejos verdes”, me alegro de no estar en la lista de hombres con los que guarda trato diario. A la vez, el ser “neo neoyorquina” no es de ninguna manera “chacotería” ni “malevolencia”, es una simple alusión geográfica que no implica abandono de lealtades “nacionales” como parecería preocuparle. Hay cerca de dos millones de peruanos en los EE UU que no se alteran por asumir nuevas identidades y que pueden libremente ser peruanos y “latinos” de forma simultánea.


Felicito a la poeta Dreyfus por su nutrido curriculum vitae y por las múltiples invitaciones que recibe. Quizá por estar demasiado acostumbrada al agasajo, incurre en la diatriba a los antologadores y a este autor (“mano misógina y artera”), en atribuirme a mí una autoría que nunca tuve con la muestra, y en citar mal al admirado Vallejo. Quizá no debí escribir “llanto público”, sino simple ex abrupto androfóbico y esfuerzo incomparable por entrar a mansalva en cuanta reflexión y selección se haga de la poesía peruana. Quizá, en fin, no le bastaron las numerosas páginas que le dedico a ella y a otras cinco poetas peruanas en mi libro Poéticas del flujo, sobre la poesía de los 80, publicado por el Congreso de la República el 2002. Invito al público a leerlo.


José Antonio Mazzotti
DNI 06350301

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