miércoles, 13 de enero de 2010
Ricardo Palma y las Tradiciones peruanas
Narrador, poeta, dramaturgo, historiador y filólogo peruano, consolidó una especie narrativa intermedia entre el cuento, la crónica, el artículo de costumbres y la leyenda romántica, que renovó la prosa sudamericana: la tradición. Es cierto que en su juventud hizo una apasionada defensa del romanticismo apasionado y sentimental, pero luego lo juzgaría con gran severidad y trazaría su propio derrotero artístico, inclinándose hacia la vertiente del romanticismo historicista.
Hijo de familia humilde, realizó sus estudios en el Colegio de Noel, el Colegio de Orengo y el Convictorio de San Carlos, sin ser un alumno muy destacado. En 1848 empezó su carrera literaria, según propia declaración, formando parte del grupo que después él mismo denominaría “La bohemia de mi tiempo”.
A continuación presento los videos del documental de la serie Hombres de bronce, correspondiente a Ricardo Palma, donde además de la trayectoria vital del autor se revisan los acontecimientos históricos más importantes de la historia del Perú desde mediados del siglo XIX hasta fines del mismo. Así mismo se representan y relatan varias de las famosas Tradiciones peruanas.
Nota: Respecto a la afirmación de que Palma “creó el género Tradición“, es relativamente correcta, en tanto que la según las categorías más difundidas y usadas en los estudios literarios de la actualidad, tradición es una especie o subgénero pertenecientes al género narrativo al igual que la leyenda, la crónica, el cuento, la novela. Por tanto, en los estudios literarios más difundidos, “género” es la categoría superior a “especie” en la clasificación de las obras literarias que hace la teoría literaria. Empero, la terminología de la teoría literaria permanece un tanto laxa en nuestro medio, siendo común leer o escuchar hablar del “género tradición”.
*Palma no era muy afecto a escribir sobre temas contemporáneos a él, ya que prefiría escribir sobre el pasado:
“Las Tradiciones son mi ofrenda de amor al país y a las letras (…) En esta tarea no aspiro a ser un obrero del presente, sino del pasado (…) Escenas en la que hemos sido actores o espectadores no pueden tratarse sin pasión. Prefiero vivir en los siglos que fueron. En el ayer hay poesía, y el hoy es prosaico…, muy prosaico. Es mejor armar, vestir y adornar esqueletos de los tiempos coloniales. La obra de sepulturero, y nada más, amigo mío: pero las tumbas tienen su poesía. Dejemos el presente para los que vengan después” (Ricardo Palma. Carta al redactor de La Nación, 11 de setiembre de 1872).
La gran mayoría de sus tradiciones están ambientadas en la Colonia, sin embargo, esto no evitó que una de las tradiciones más celebradas de Ricardo Palma fuera contextualizada en el gobierno de Felipe Santiago Salaverry, padre del máximo poeta romántico del Perú, Carlos Augusto Salaverry.
AL PIE DE LA LETRA
El capitán Paiva era un indio cuzqueño, de casi gigantesca estatura. Distinguíase por lo hercúleo de su fuerza, por su bravura en el campo de batalla por su disciplina cuartelera y sobre todo por la pobreza de su meollo. Para con él las metáforas estuvieron siempre de más, y todo lo entendía ad pedem litteræ.
Era gran amigote de mi padre, y éste me contó que, cuando yo estaba en la edad del destete, el capitán Paiva, desempeñó conmigo en ocasiones el cargo de niñera. El robusto militar tenía pasión por acariciar mamones. Era hombre muy bueno. Tener fama de tal, suele ser una desdicha. Cuando se dice de un hombre: Fulano es muy bueno, todos traducen que ese Fulano es un posma, que no sirve para maldita de Dios la cosa, y que no inventó la pólvora, ni el gatillo para sacar muelas, ni el cri-cri.
Mi abuela decía: «la oración del Padre nuestro es muy buena, no puede ser mejor; pero no sirve para la consagración en la misa».
A varios de sus compañeros de armas he oído referir que el capitán Paiva, lanza en ristre, era un verdadero centauro. Valía él solo por un escuadrón.
En Junín ascendió a capitán; pero aunque concurrió después a otras muchas acciones de guerra, realizando en ellas proezas, el ascenso a la inmediata clase no llegaba. Sin embargo de quererlo y estimarlo en mucho, sus generales se resistían a elevarlo a la categoría de jefe.
Cadetes de su regimiento llegaron a coroneles. Paiva era el capitán eterno. Para él no había más allá de los tres galoncitos.
¡Y tan resignado y contento y cumplidor de su deber, y lanceados y pródigo de su sangre!
¿Por qué no ascendía Paiva? Por bruto, y porque de serlo se había conquistado reputación piramidal. Vamos a comprobarlo refiriendo, entre muchas historietas que de él se cuentan, lo poco que en la memoria conservamos.
Era en 1835 el general Salaverry jefe supremo de la nación peruana y entusiasta admirador de la bizarría de Paiva.
Cuando Salaverry ascendió a teniente, era ya Paiva capitán. Hablábanse tú por tú, y elevado aquel al mando de la República no consintió en que el lancero le diese ceremonioso tratamiento.
Paiva era su hombre de confianza para toda comisión de peligro. Salaverry estaba convencido de que su camarada se dejaría matar mil veces, antes que hacerse reo de una deslealtad o de una cobardía.
Una tarde llamó Salaverry a Paiva y le dijo:
-Mira, en tal parte es casi seguro que encontrarás a don Fulano y me lo traes preso; pero si por casualidad no lo encuentras allí, allana su casa. Tres horas más tarde regresó el capitán y dijo al jefe supremo:
-La orden queda cumplida en toda regla. No encontré a ese sujeto donde me dijiste; pero su casa la dejo tan llana como la palma de mi mano y se puede sembrar sal sobre el terreno. No hay pared en pie.
Al lancero se le había ordenado allanar la casa, y como él no entendía de dibujos ni de floreos lingüísticos, cumplió al pie de la letra.
Salaverry, para esconder la risa que le retozaba, volvió la espalda, murmurando:
-¡Pedazo de bruto!
Tenía Salaverry por asistente un soldado conocido por el apodo de Cuculí, regular rapista a cuya navaja fiaba su barba el general.
Cuculí era un mozo limeño, nacido en el mismo barrio y en el mismo año que don Felipe Santiago. Juntos habían mataperreado en la infancia y el presidente abrigaba por él fraternal cariño.
Cuculí era un tuno completo. No sabía leer, pero sabía hacer hablar a las cuerdas de una guitarra, bailar zamacueca, empinar el codo, acarretar los dados y darse de puñaladas con cualquierita que le disputase los favores de una pelandusca. Abusando del afecto de Salaverry, cometía barrabasada y media. Llegaban las quejas al presidente, y éste unas veces enviaba a su barberillo arrestado a un cuartel, o lo plantaba en cepo de ballesteros, o le arrimaba un pie de paliza.
-Mira, canalla -le dijo un día don Felipe,- de repente se me acaba la paciencia, se me calienta la chicha y te fusilo sin misericordia.
El asistente levantaba los hombros, como quien dice: «¿Y a mí qué me cuenta usted?», sufría el castigo, y rebelde a toda enmienda volvía a las andadas.
Gorda, muy gorda debió ser la queja que contra Cuculí le dieron una noche a Salaverry; porque dirigiéndose a Paiva, dijo:
-Llévate ahora mismo a este bribón al cuartel de Granaderos y fusílalo entre dos luces.
Media hora después regresaba el capitán, y decía a su general:
-Ya está cumplida la orden.
-¡Bien! -contestó lacónicamente el jefe supremo.
-¡Pobre muchacho! -continuó Paiva.- Lo fusilé en medio de dos faroles.
Para Salaverry, como para mis lectores, entre dos luces significaba al rayar el alba. Metáfora usual y corriente. Pero… ¿venirle con metaforitas a Paiva?
Salaverry, que no se había propuesto sino aterrorizar a su asistente y enviar la orden de indulto una hora antes de que rayase la aurora, volteó la espalda para disimular una lágrima, murmurando otra vez:
-¡Pedazo de bruto!
Desde este día quedó escarmentado Salaverry para no dar a Paiva encargo o comisión alguna. El hombre no entendía de acepción figurada en la frase. Había que ponerle los puntos sobre las íes.
Pocos días antes de la batalla de Socabaya, hallábase un batallón del ejército de Salaverry acantonado en Chacllapampa. Una compañía boliviana, desplegada en guerrilla, se presentó sobre una pequeña eminencia; y aunque sin ocasionar daño con sus disparos de fusil, provocaba a los salaverrinos. El general llegó con su escolta a Chacllapampa, descubrió con auxilio del anteojo una división enemiga a diez cuadras de los guerrilleros; y como las balas de éstos no alcanzaban ni con mucho al campamento, resolvió dejar que siguiesen gastando pólvora, dictando medidas para el caso en que el enemigo, acortando distancia, se resolviera a formalizar combate.
-Dame unos cuantos lanceros -dijo el capitán Paiva- y te ofrezco traerte un boliviano a la grupa de mi caballo.
-No es preciso -le contestó don Felipe.
-Pues, hombre, van a creer esos cangrejos que nos han metido el resuello y que les tenemos miedo.
Y sobre este tema siguió Paiva majadeando, y majadereó tanto que, fastidiado Salaverry, le dijo:
-Déjame en paz. Haz lo que quieras. Anda y hazte matar.
Paiva escogió diez lanceros de la escolta; cargó reciamente sobre la guerrilla, que contestó con nutrido fuego de fusilería; la desconcertó y dispersó por completo, e inclinándose el capitán sobre su costado derecho, cogió del cuello a un oficial enemigo, lo desarmó y lo puso a la grupa de su caballo.
Entonces emprendió el regreso al campamento: tres lanceros habían muerto en esa heroica embestida y los restantes volvieron heridos.
Al avistarse con Salaverry gritó Paiva:
-Manda tocar diana. ¡Viva el Perú!
Y cayó del caballo para no levantarse jamás. Tenía dos balazos en el pecho y uno en el vientre.
Salaverry le había dicho: «Anda, hazte matar»; y decir esto a quien todo lo entendía al pie de la letra, era condenarlo al muerte.
Yo no lo afirmo; pero sospecho que Salaverry, al separarse del cadáver, murmuró conmovido:
-¡Valiente bruto!
Caricatura de Palma por Omar Zevallos
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario