viernes, 15 de enero de 2010

TRADICIONES EN SALSA VERDE DE RICARDO PALMA

LA PINGA DEL LIBERTADOR; RICARDO PALMA

Tan dado era Don Simón Bolívar a singularizarse, que hasta su interjección de cuartel era distinta de la que empleaban los demás militares de la época. Donde un español o un americano habrían dicho: !Vaya Ud. al carajo!, Bolívar decía: !Vaya usted a la pinga!
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Histórico es que cuando en la batalla de Junín, ganada al principio por la caballería realista que puso en fuga a la colombiana, se cambió la tortilla, gracias a la oportuna carga de de un regimiento Peruano, varios jinetes pasaron cerca del General y, acaso por alagar su colombianismo, gritaron:

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!Vivan los lanceros de Colombia! Bolívar, que había presenciado las peripecias todas del combate, contestó, dominado por justiciero impulso:
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!La pinga! !Vivan los lanceros del Perú!
Desde entonces fue popular interjección esta frase:
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!La pinga del libertador!
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Este parágrafo lo escribo para lectores del siglo XX, pues tengo por seguro que la obscena interjección morirá junto con el último nieto de los soldados de la Independencia, como desaparecerá también la proclama que el general Lara dirigió a su división al romperse los fuegos en el campo de Ayacucho:
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"!Zambos del carajo!
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Al frente están esos puñeteros españoles.
El que aquí manda la batalla es Antonio José de Sucre, que, como saben ustedes, no es ningún pendejo de junto al culo, con que así, fruncir los cojones y a ellos".
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En cierto pueblo del norte existía, allá por los años de 1850, una acaudalada jamona ya con derecho al goce de cesantía en los altares de Venus, la cual jamona era el non plus ultra de la avaricia;
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llamábase Doña Gila y era, en su conversación, hembra más cócora o fastidiosa que una cama colonizada por chinches.
Uno de sus vecinos, Don Casimiro Piñateli, joven agricultor, que poseía un pequeño fundo rústico colindante con terrenos de los que era propietaria Doña Gila, propuso a ésta comprárselos si los valorizaba en precio módico.
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--Esas cinco hectáreas de campo--dijo la jamona--, no puedo vendérselas en menos de dos mil pesos.
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--Señora--contestó el proponente--, me asusta usted con esa suma, pues a duras penas puedo disponer de quinientos pesos para comprarlas.
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--Que por eso no se quede--replicó con amabilidad Doña Gila--, pues siendo usted, como me consta, un hombre de bien, me pagará el resto en especies, cuando y como pueda, que plata es lo que plata vale.
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¿No tiene usted quesos que parecen mantequilla?--Sí, señora.
--Pues recibo.
¿No tiene usted vacas lecheras?
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--Sí, señora.--
Pues recibo.
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¿No tiene usted chanchos de ceba?
--Sí, señora.
--Pues recibo.
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¿No tiene usted siquiera un par de buenos caballos?
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Aquí le faltó la paciencia a don Casimiro que, como eximio jinete, vivía muy encariñado con sus bucéfalos, y mirando con sorna a la vieja, le dijo:
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--¿Y no quisiera usted, doña Gila, la pinga del Libertador?

Y la jamona, que como mujer no era ya colchonable (hace falta en el Diccionario la palabrita), considerando que tal vez se trataba de alguna alhaja u objeto codiciable, contestó sin inmutarse:
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--Dándomela a buen precio, también recibo la pinga.




LA COSA DE LA MUJER
Era la época del faldellín, moda aristocrática que de Francia pasó a España y luego a Indias, moda apropiada para esconder o disimular redondeces de barriga.En Lima, la moda se exageró un tantico (como en nuestros tiempos sucedió con la crinolina), pues muchas de las empingorotadas y elegantes limeñas, dieron por remate al ruedo del faldellín un círculo de mimbres o cañitas; así el busto parecía descansar sobre pirámide de ancha base, o sobre una canasta.
No era por entonces, como lo es ahora, el Cabildo o Ayuntamiento muy cuidadoso de la policía o aseo de las calles, y el vecindario arrojaba sin pizca de escrúpulo, en las aceras, cáscaras de plátano, de chirimoya y otras inmundicias; nadie estaba libre de un resbalón.Muy de veinticinco alfileres y muy echada para atrás, salía una mañana de la misa de diez, en Santo Domingo, gentilísima dama limeña y, sin fijarse en que sobre la losa había esparcidas unas hojas del tamal serrano, puso sobre ellas la remonona botina, resbaIó de firme y dio, con su gallardo cuerpo, en el suelo.
Toda mujer, cuando cae de veras, cae de espalda, como si el peso de la ropa no le consintiera caer de bruces, o hacia adelante.
La madama de nuestro relato no había de ser la excepción de la regla y, en la caída, vínosele sobre el pecho la parte delantera del faldellín junto con la camisa, quedando a espectación pública y gratuita, el ombligo y sus alrededores.El espectáculo fue para aIquilar ojos y relamerse los labios.
!Líbrenos San Expedito de presenciarlo!Un marquesito, muy currutaco, acudió presuroso a favorecer a la caída, principiando por bajar el subversivo faIdelIín, para que volviera a cubrir el vientre y todo lo demás, que no sin embeleso contemplara el joven; el suyo fue peor que el suplicio de Tántalo.
Puesta en pie la maltrecha dama, dijo a su amparador:--Muchas gracias, caballero. --Y luego, imaginando ella referirse al descuido de la autoridad en la limpieza de las calles, añadió: --¿Ha visto usted cosa igual...?
Probablemente el marquecito no se dio cuenta del propósito de crítica a la policía que encarnaba la frasle de la dama, pues refiriéndola a aquello, a la cosa, en fin, que por el momento halagaba a su lujuria, contestó:
--Lo que es cosa igual, precisamente igual, pudiera ser que no; pero parecidas, con vello de más o de menos y hasta pelonas, crea usted, señora mía, que he visto algunas.


EL LECHERO DEL CONVENTO
Allá, por los años de 1840, era yanacón o arrendatario de unos potreros en la chacra de Inquisidor, vecina a Lima, un andaluz muy burdo, reliquia de los capitulados con Rodil, el cual andaluz mantenía sus obligaciones de familia con el producto de la leche de una docena de vacas, que le proporcionaban renta diaria de tres a cuatro duros.

Todas las mañanas, caballero en guapísimo mulo, dejaba cántaros de leche en el convento de San Francisco, en el Seminario y en el monasterio de Santa Clara, instituciones con las que tenía ajustado formal contrato.

Habiendo una mañana amanecido con fiebre alta, el buen andaluz llamó a su hijo mayor, mozalbete de quince años cumplidos, tan groserote como el padre que lo engendrara, y encomendóle que fuera a la ciudad a hacer la entrega de cantaras, de a ocho azumbres, de leche morisca o sin bautizar.Llegado a la portería de Santa Clara, donde con la hermana portera estaban de tertulia matinal la sacristana, la confesonariera, la refitolera y un par de monjitas más, informó a aquella de que, por enfermedad de su padre, venía él a llenar el compromiso.La portera, que de suyo era parlanchina, le preguntó:--¿Y tienen ustedes muchas vacas?--Algunas, madrecita.--Por supuesto que estarán muy gordas...--Hay de todo, madrecita; las vacas que joden están muy gordas, pero las que no joden están más flacas que usted, y eso que tenemos un toro que es un grandísimo jodedor.--!Jesús! !Jesús!--gritaron, escandalizadas, las inocentes monjitas--.

Toma los ocho reales de la leche y no vuelvas a venir, sucio, cochino, ! desvergonzado l ! sinvergüenza !De regreso a la chacra, dio, el muy zamarro, cuenta a su padre de la manera como había desempeñado su comisión, refiriéndole, también, lo ocurrido con la portera.--!Cojones! !Pedazo de bestia! !Buena la has hecho, hijo de puta! Ir con esas pendejadas a calentar a las monjas. !Hoy te mato a palos, canalla!

Y le arrimó una buena zurribanda.A la mañana siguiente, fue el patán andaluz llevando la leche al monasterio, y por todo el camino iba cavilando sobre la satisfacción que se creía obligado a dar a las monjas.--Madrecitas --les dijo--, vengo a pedirles mil perdones, por las bestialidades que dijo ayer, ese zopenco de mi hijo.--No ponga usted caso en eso, ño Prisciliano--contestó una de las monjas--, son cosas de muchacho inocente, que no sabe lo que habla.

Se sulfuró al oír esto ño Prisciliano; como yo, tenía tirria y enemiga con los inocentones.--¿Inocentón, mi hijo? No lo crea usted, madre. !Coño y recoño! Como que no sabe usted, que el otro día lo sorprendí con tamaño pinga en la mano, cascándose tres golpes de puñeta.

!Carajo, con el inocentón!Y las monjas, poniéndose las manos en los oídos, echaron a correr como palomas asustadas por el gavilán.Adivinarse deja, que cambiaron de lechero.


ARROZ CON PATO
Conocí a don Macario; era un honrado barbero que tuvo tienda pública en Malambo, allá cuando Echenique y CastiIIa nos hacían turumba a los peruanos.Vecina a la tienda había una casita habitada por Chomba (Gerónima), consorte del barbero y su hija Manonga (Manuela), que era una chica de muy buen mirar, vista de proa, y de mucho culebreo de cintura y nalgas, vista de popa.
Don Macario, sin ser borracho habitual nunca hizo ascos a una copa de moscorrofio; y así sus amigos, como los galancetes o enamorados de la muchacha, solían ir a la casa para remojar una aceitunita.
El barbero que, aunque pobre, era obsequioso para los amigos que su domicilio honraban, condenaba a muerte una gallina o a un pavo del corral y entre la madre y la hija, improvisaban una sabrosa merienda o cuchipanda.
En estas y otras, sucedió que, una noche, sorprendiera el barbero a Manonguita, que se escapaba de la casa paterna, en amor y compañía de cierto mozo muy cunda.Después de las exclamaciones, gritos y barullo del caso, dijo el padre:--Usted se casa con la muchacha o le muelolas costillas con este garrote.
--No puedo casarme--
contestó el mocito.
--!Cómo que no puede casarse, so canalla! --
exclamó el viejo, enarbolando el leño; es decir que se proponía usted culear a la muchacha, así... de bóbilis, bóbilis... de cuenta de buen mozo y después. . . ahí queda el queso para que se lo coman los ratones?
No señor, no me venga con cumbiangas, porque o se casa usted, o lo hago charquicán.
--Hombre, no sea usted súpito, don Macario, ni se suba tanto al cerezo; óigame usted, con flema, pero en secreto.
Y apartándose, un poco, padre y raptor, dijo éste, al oído, a aquél:
--Sepa usted, y no lo cuente a nadie, que no puedo casarme, porque... soy capón; pregúntele al doctor Alcarraz? si no es cierto que, hace dos años, para curarme de una purgación de garrotillo, tuvo que sacarme el huevo izquierdo, dejándome en condición de eunuco.--
¿Y entonces, para qué se la llevaba usted a mi hija?--arguyó el barbero, amainando su exaltación.
--!Hombre, maestrito! Yo me la llevaba para cocinera, porque las veces que he comido en casa de usted, me han probado que Manonga hace un arroz con pato delicioso y de chuparse los dedos.

LA CENA DEL CAPITAN
LA CENA DEL CAPITAN - TRADICIONES EN SALSA VERDE
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A Dios gracias, parece que ha concluido en el Perú, el escandaloso período de las revoluciones de cuartel; nuestro ejército vivía dividido en dos bandos, el de los militares levantados y de los militares caídos.
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Conocíase a los últimos con el nombre de indefinidos hambrientos; eran gente siempre lista para el bochinche y que pásaban el tiempo esperando la hora...
la hora en que a cualquier general, le viniera en antojo encabezar revuelta.Los indefinidos vivían de la mermadísima paga, con que de tarde en tarde, los atendía el fisco, y sobre todo, vivían de petardo; ninguno se avenía a trabajar en oficio o en labores campestres.
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Yo no rebajo mis galones, decía, con énfasis, cualquier teniente zaragatillo; para él más honra cabía en vivir del peliche o en mendigar una peseta, que en comer el pan humedecido por el sudor del trabajo honrado.
El capitán Ramírez era de ese número de holgazanes y sinvergüenzas; casado con una virtuosa y sufrida muchacha, habitaba el matrimonio un miserable cuartucho, en el callejoncito de Los Diablos Azules, situado en la calle ancha de Malambo.
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A las ocho de la mañana salía el marido a la rebusca y regresaba a las nueve o diez de la noche, con una y, en ocasiones felices, con dos pesetas, fruto de sablazos a prójimos compasivos.
Aun cuando no eran frecuentes los días nefastos, cuando a las diez de la noche, venía Ramírez al domicilio sin un centavo, le decía tranquilamente a su mujer: Paciencia, hijita, que Dios consiente, pero no para siempre, y ya mejorarán las cosas cuando gobiernen los míos; acuéstate y por toda cena, cenaremos un polvito. .. y un vaso de agua fresca.
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En una fría noche de invierno, la pobre joven, hambrienta y tiritando, se sentó sobre un taburete junto al brasero, alimentando el fuego con virutas recogidas en la puerta de un vecino carpintero; llegó el capitán, revelando en lo carilargo, que traía el bolsillo limpio y que, por consiguiente, esa noche iba a ser de ayuno para el estómago.
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--¿Qué haces ahí, Mariquita, tan pegada al brasero?--
preguntó, con acento cariñoso, el marido.
--Ya lo ves, hijo--
contestó en el mismo tono la mujercita--;
estoy calentándote la cena.

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