lunes, 11 de enero de 2010

José María Arguedas (1911-1969)




Mundo mítico de José María Arguedas


Semblanza

Nacido en Andahuaylas en 1911 y fallecido en Lima en 1969, José María Arguedas es, en literatura, ejemplo nítido del encuentro entre las culturas quechua y occidental. Cursó sus estudios primarios en San Juan de Lucanas, Puquio y Abancay, lugares donde su padre, un abogado errante, iba buscando clientes a los que defendía en juicios interminables. Al intimar ahí con niños indígenas aprendió la lengua quechua y se familiarizó con las costumbres ancestrales del hombre del ande. Estudió la secundaria en Ica, Huancayo y Lima e ingresó a la Universidad de San Marcos en 1931. Profesor del Colegio Nacional de Sicuani entre 1939 y 1941, trabajó luego en la sección de folklore y artes populares del Ministerio de Educación entre 1942 y 1956. Entre 1963 y 1964 fue Director de la Casa de la Cultura. Graduado como doctor en antropología en 1963, fue profesor de esas disciplinas en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos y en la Universidad Agraria hasta su fallecimiento en 1969.

Sin ser estrictamente biográficas, sus obras aprovechan el vivo conocimiento de la cultura quechua que tuvo a lo largo de su vida. Arguedas publicó en 1935 un hermoso libro de cuentos, Agua, y a continuación, en 1941, la novela Yawar fiesta y en 1955 el conjunto de relatos Diamantes y pedernales. En 1958, la editorial Losada de Buenos Aires editó Los ríos profundos, la novela de Arguedas que con el correr del tiempo se ha convertido en su libro más leído y celebrado. En 1962 Arguedas ofreció al público en una primorosa edición, su hermoso cuento la agonía de Rasu Ñiti; en 1964 se publicó su monumental novela Todas las sangres. En 1971, de forma póstuma, se publicó El zorro de arriba y el zorro de abajo, su trabajo literario más discutido por los estudiosos, pues quedó inconcluso, en el que Arguedas alterna capítulos de estricta ficción, con otros personajes en los que narra la situación de extrema dificultad en la que escribe su novela, atrapado por una depresión que lo llevaría al suicidio. Al final de ese texto conmovedor, el escritor decide interrumpir su escritura, e inclinarse por su desaparición, mandando cartas a amigos, e inclusive previendo detalles de sus funerales.

Para completar la imagen literaria de José María Arguedas, diremos algo del conjunto de esa obra. La primera novela Yawar fiesta (1941) nos ofrece en toda su complejidad la vida indígena. A través de un motivo tomado de la cultura española, pero transformado en algo peculiar, la "corrida india" de toros, nos ofrece un vivo cuadro de la transculturación en un pueblo serrano, Puquio. En 1961, Arguedas publicó El sexto, una novela sobre las experiencias carcelarias en una célebre prisión limeña. Con trazos intensos explora las condiciones de sufrimiento extremado de quienes viven esa situación. En 1962 publicó La agonía de Rasu Ñiti, uno de los cuentos más hermosos de su pluma que trata de la muerte de un danzante de tijeras. En 1964 Arguedas publicó su más ambiciosa novela, Todas las sangres, texto desigual aunque con páginas deslumbrantes que recuerdan la hondura trágica de Dostoievski. Ese relato dio lugar a una polémica entre el propio Arguedas y algunos científicos sociales que le reprochaban no ser fiel a la realidad de ese momento. Arguedas se defendió diciendo que el había visto lo que describía. Lo que cabe decir para ésa y para todas las novelas es que la literatura no copia al referente, a la realidad, sino que la transforma y que el Perú entero tenía, como hasta ahora, distintos grados de desarrollo. Situaciones de explotación feudal inconcebibles en la costa son verosímiles en la sierra de aquellos años. Y eso es lo que describe Arguedas en sus novelas.

Por Marco Martos

Narrativa

Los Morochucos
Warma Kuyay



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LOS MOROCHUCOS

De Cangallo seguimos viaje a Huamanga, por la pampa de los indios morochucos.

Jinetes de rostro europeo, cuatreros legendarios, los morochucos son descendientes de los almagristas excomulgados que se refugiaron en esa pampa fría, aparentemente inhospitalaria y estéril. Tocan charango y wak'rapucu, raptan mujeres y vuelan en la estepa en caballos pequeños que corren como vicuñas. El arriero que nos guiaba no cesó de rezar mientras trotábamos en la pampa. Pero no vimos ninguna tropa de morochucos en el camino. Cerca de Huamanga, cuando bajábamos lentamente la cuesta, pasaron como diez de ellos; descendían cortando camino, al galope. Apenas puede verles el rostro. Iban emponchados; una alta bufanda les abrigaba el cuello; los largos ponchos caían sobre los costados del caballo. Varios llevaban wak'rapucus a la espalda, unas trompetas de cuerno ajustadas con anillos de plata. Muy abajo, cerca de un bosque reluciente de molles, tocaron sus trompetas anunciando su llegada a la ciudad. El canto de los wak'rapucus subía a las cumbres como un coro de toros encelados e iracundos.

Nosotros seguimos viaje con una lentitud inagotable.


(Fragmento de Los Ríos Profundos)Los Morochucos
Warma Kuyay



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WARMA KUYAY
(Amor de niño)

Noche de luna en la quebrada de Viseca.

Pobre palomita por dónde has venido,
buscando la arena por Dios, por los suelos.

-¡Justina! ¡Ay, Justinita!

En un terso lago canta la gaviota,
memorias me deja de gratos recuerdos.

-¡Justinay, te pareces a las torcazas de Sausiyok'!
-¡Déjame, niño, anda donde tus señoritas!
-¿Y el Kutu? ¡Al Kutu le quieres, su cara de sapo te gusta!
-¡Déjame, niño Ernesto! Feo, pero soy buen laceador de vaquillas y hago temblar a los novillos de cada zurriago. Por eso Justina me quiere.
La cholita se rió, mirando al Kutu; sus ojos chispeaban como dos luceros.
-¡Ay, Justinacha!
-¡Sonso, niño, sonso! -habló Gregoria, la cocinera.
Celedonia, Pedrucha, Manuela, Anitacha... soltaron la risa; gritaron a carcajadas.
-¡Sonso, niño!

Se agarraron de las manos y empezaron a bailar en ronda, con la musiquita de Julio, el charanguero. Se volteaban a ratos, para mirarme, y reían. Yo me quedé* fuera del círculo, avergonzado, vencido para siempre.
Me fui hacia el molino viejo; el blanqueo de la pared parecía moverse, como las nubes que correteaban en las laderas del Chawala. Los eucaliptos de la huerta sonaban con ruido largo e intenso; sus sombras se tendían hasta el otro lado del río. Llegué al pie del molino, subí a la pared más alta y miré desde allí la cabeza del Chawala: el cerro, medio negro, recto, amenazaba caerse sobre los alfalfares de la hacienda. Daba miedo por las noches; los indios nunca lo miraban a esas horas y en las noches claras conversaban siempre dando las espaldas al cerro.

-¡Si te cayeras de pecho, tayta Chawala, nos moriríamos todos!
En medio del witron (1)*, Justina empezó otro canto:
Flor de mayo, flor de mayo,
flor de mayo primavera,
por qué no te libertaste
de esa tu falsa prisionera.

Los cholos se habían parado en círculo y Justina cantaba al medio. En el patio inmenso, inmóviles sobre el empedrado los indios se veían como estacas de tender cueros.

- Ese puntito negro que está al medio es Justina. Y yo la quiero, mi corazón tiembla cuando ella se ríe, llora cuando sus ojos miran al Kutu. ¿Por qué pues me muero por ese puntito negro?
Los indios volvieron a zapatear en ronda. El charanguero daba vueltas alrededor del círculo, dando ánimos, gritando como potro enamorado. Una paca-paca empezó a silbar desde un sauce que cabeceaba a la orilla del río; la voz del pájaro maldecido daba miedo. El charanguero corrió hasta el cerco del patio y lanzó pedradas al sauce; todos los cholos le siguieron. Al poco rato el pájaro voló y fue a posarse sobre los duraznales de la huerta; los cholos iban a perseguirle, pero don Froylán apareció en la puerta del witron.
-¡Largo! ¡A dormir!
Los cholos se fueron en tropa hacia la tranca del corral; el Kutu se quedó solo en el patio.
- ¡A ése le quiere!
Los indios de don Froylán se perdieron en la puerta del caserío de la hacienda, y don Froylán entró al patio tras ellos.
-¡Niño Ernesto!
-llamó el Kutu.
Me bajé al suelo de un salto y corrí hacia él.
-Vamos, niño.

Subimos al callejón por el lavadero de metal que iba desmoronándose en un ángulo del witron; sobre el lavadero había un tubo inmenso de fierro y varias ruedas enmohecidas, que fueron de las minas del padre de don Froylán.
Kutu no habló nada hasta llegar a la casa de arriba.
La hacienda era de don Froylán y de mi tío; tenia dos casas. Kutu y yo estábamos solos en el caserío de arriba; mi tío y el resto de la gente fueron al escarbe de papas y dormían en la chacra, a dos leguas de la hacienda.

[...]

(1) Patio grande (WK, 1933). .
El witron estaba recubierto de lajas y era destinado originalmente al acopio de material para extraer metales. Esta palabra deriva, sin duda, de la española buitrón (nc)

(De Obras completas)


Otros textos del autorNo soy un aculturado

Acepto con regocijo el premio Inca Garcilaso de la Vega, porque siento que representa el reconocimiento a una obra que pretendió difundir y contagiar en el espíritu de los lectores el arte de un individuo quechua moderno que, gracias a la conciencia que tenía del valor de su cultura, pudo ampliarla y enriquecerla con el conocimiento, la asimilación del arte creado por otros pueblos que dispusieron de medios más vastos para expresarse.

La ilusión de juventud del autor parece haber sido realizada. No tuvo más ambición que la de volcar en la corriente de la sabiduría y el arte del Perú criollo el caudal del arte y la sabiduría de un pueblo al que se consideraba degenerado, debilitado o "extraño" e "impenetrable" pero que, en realidad, no era sino lo que llega a ser un gran pueblo, oprimido por el desprecio social, la dominación política y la explotación económica en el propio suelo donde realizó hazañas por las que la historia lo consideró como gran pueblo: se había convertido en una nación acorralada, aislada para ser mejor y más fácilmente administrada y sobre la cual sólo los acorraladores hablaban mirándola a distancia y con repugnancia o curiosidad. Pero los muros aislantes y opresores no apagan la luz de la razón humana y mucho menos si ella ha tenido siglos de ejercicio; ni apagan, por tanto, las fuentes del amor de donde brota el arte. Dentro del muro aislante y opresor, el pueblo quechua, bastante arcaizado y defendiéndose con el disimulo, seguía concibiendo ideas, creando cantos y mitos. y bien sabemos que los muros aislantes de las naciones no son nunca completamente aislantes. A mí me echaron por encima de ese muro, un tiempo, cuando era niño; me lanzaron en esa morada donde la ternura es más intensa que el odio y donde, por eso mismo, el odio no es perturbador sino fuego que impulsa.

Contagiado para siempre de los cantos y los Mitos, llevado por la fortuna hasta la Universidad do San Marcos, hablando por vida el quechua, bien incorporado al mundo de los cercadores, visitante feliz de grandes ciudades extranjeras, intenté convertir en lenguaje escrito lo que era como individuo: un vínculo vivo, fuerte, capaz de universalizarse, de la gran nación cercada y la parte generosa, humana, de los opresores. El vínculo podía universalizarse, extenderse; se mostraba un ejemplo concreto, actuante. El cerco podía y debía ser destruido; el caudal de las dos naciones se podía y debía unir. Y el camino no tenia por qué ser, ni era posible que fuera únicamente el que se exigía con imperio de vencedores expoliadores, o sea: que la nación vencida renuncie a su alma, aunque no sea sino en la apariencia, formalmente, y tome la de los vencedores, es decir que se aculture. Yo no soy un aculturado; yo soy un peruano que orgullosamente, como un demonio feliz habla en cristiano y en indio, en español y en quechua. Deseaba convertir esa realidad en lenguaje artístico y tal parece, según cierto consenso más o menos general, que lo he conseguido. Por eso recibo el premio Inca Garcilaso de la Vega con regocijo.

Pero este discurso no estaría completo si no explicara que el ideal que intenté realizar, y que tal parece que alcancé hasta donde es posible, no lo habría logrado si no fuera por dos principios que alentaron mi trabajo desde el comienzo. En la primera juventud estaba cargado de una gran rebeldía y de una gran impaciencia por luchar, por hacer algo. Las dos naciones de las que provenía estaban en conflicto: el universo se me mostraba encrespado de confusión, de promesas, de belleza más que deslumbrante, exigente. Fue leyendo a Mariátegui y después a Lenin que encontré un orden permanente en las cosas; la teoría socialista no sólo dio un cauce a todo el porvenir sino a lo que había en mí de energía, le dio un destino y lo cargó aún más de fuerza por el mismo hecho de encauzarlo. ¿Hasta dónde entendí el socialismo? No lo sé bien. Pero no mató en mí lo mágico. No pretendí jamás ser un político ni me creí con aptitudes para practicar la disciplina de un partido, pero fue la ideologia socialista y el estar cerca de los movimientos socialistas lo que dio dirección y permanencia, un claro destino a la energia que sentí desencadenarse durante la juventud. El otro principio fue el de considerar siempre el Perú como una fuente infinita para la creación. Perfeccionar los medios de entender este país infinito mediante el conocimiento de todo cuanto se descubre en otros mundos. No, no hay país más diverso, más múltiple en variedad terrena y humana; todos los grados de calor y color, de amor y odio, de urdimbres y sutilezas, de símbolos utilizados e inspiradores. No por gusto, como diría la gente llamada común, se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra; la agricultura a 4.000 metros; patos que hablan en lagos de altura donde todos los insectos de Europa se ahogarían; picaflores que llegan hasta el sol para beberle su fuego y llamear sobre las flores del mundo. Imitar desde aquí a alguien resulta algo escandaloso. En técnica nos superarán y dominarán, no sabemos hasta qué tiempos, pero en arte podemos ya obligarlos a que aprendan de nosotros y lo podemos hacer incluso sin movernos de aquí mismo. Ojalá no haya habido mucho de soberbia en lo que he tenido que hablar; les agradezco y les ruego dispensarme.

Palabras de José María Arguedas en el acto de entrega del premío "Inca Garcilaso de la Vega". (Lima, Octubre 1968)

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