lunes, 11 de enero de 2010

Julio Ramón Ribeyro (1929 - 1994)



Fantasía y realidad en la narrativa de Julio Ramón Ribeyro


Semblanza

Julio Ramón Ribeyro (1929-1995). Estudió derecho en la Universidad Católica. Viajó luego a España, Alemania y Francia. Se estableció en París y tuvo esporádicos regresos al Perú. En 1961 trabajó en la Universidad San Cristóbal de Huamanga, pero luego retornó a París. Al iniciarse la década del noventa regresó definitivamente al Perú, como lo había venido anunciando. Vivió sus últimos años rodeado del afecto de los lectores que lo reconocían en la calle y lo asediaban continuamente.

Aunque cultivó también el teatro y la novela, Ribeyro es considerado fundamentalmente un cuentista, probablemente el mejor de toda la tradición literaria del Perú. Sus colecciones de cuentos Los gallinazos sin plumas de 1955, Cuentos de circunstancias, de 1958, Tres historias sublevantes de 1964, Las botellas y los hombres de 1964, y todos los cuentos que escribió posteriormente, han sido reunidos en varias ediciones bajo el título general de La palabra del mudo. Este rótulo para una colección completa de cuentos tiene la evidente intención de resaltar la voluntad del autor de dar voz y presencia literaria precisamente a los que no la tienen. Los personajes de Riberyro, son en su mayor proporción tomados de la vida cotidiana y pertenecen a una clase media empobrecida, llena de sueños de grandeza y con problemas inmediatos. Los títulos de algunos de sus cuentos ilustran bien esta situación: El profesor suplente, El próximo mes me nivelo, Junta de acreedores. En todos estos relatos Ribeyro va penetrando en los intersticios de la sociedad peruana del siglo XX, como en otra época lo hizo Ricardo Palma. Ribeyro tiene piedad por sus personajes. Su visión llena de humor explora las situaciones ridículas, sin llegar nunca al sarcasmo.

En sus primeros cuentos de Los gallinazos sin plumas se percibe con mayor claridad que los personajes son individuos marginales que no están integrados a la producción social de los bienes materiales. Sus alternativas son asumidas como una tarea personal que siempre es infructuosa; esperan que una circunstancia especial transforme sus vidas; como esto no ocurre, viven permanentemente de ilusión en ilusión y de derrota en derrota. Son seres individualistas, que al final terminan por adaptarse resignadamente a la realidad que los rodea. La violencia está siempre presente, más de forma mental que física. El autor busca la complicidad del lector. Paralelamente a esta tendencia de suave realismo que sería la mayoritaria en toda la producción de Ribeyro, el autor cultiva otra que podemos llamar fantástica, en lo que consiguió logros verdaderamente antológicos. Llamamos literatura fantástica a la escritura que mezcla de un modo evidente para el lector hechos verosímiles con hechos aparentemente inverosímiles. La mayor habilidad del autor está en hacernos transitar, prácticamente sin percibirlo de lo creíble o lo increíble. Eso es lo que ocurre con el cuento La insignia. En esta veta puede advertirse el magisterio de Kafka y de Borges. En el conjunto de su obra cuentística, Ribeyro, a través de la acumulación de pequeños detalles, consigue atrapar al lector.

Ribeyro escribió tres novelas: Crónicas de San Gabriel (1960), Los geniecillos dominicales (1964) y Cambio de guardia (1976). La primera se inscribe dentro de la novela agraria, la segunda trata de un grupo de bohemios limeños y la tercera el tema tradicional de la dictadura. Como autor de teatro Ribeyro ha producido Santiago el pajarero (1965) y Atusparia (1981). También ha escrito La caza sutil, (1976), una compilación de ensayos y artículos de crítica literaria y Prosas apátridas (1975), un conjunto de pequeñas reflexiones sobre la vida cotidiana.

En 1992 Ribeyro publicó un diario personal que llamó La tentación del fracaso. Al contrario que otros escritores apenas si habla de sus lazos familiares y nos da más bien una imagen de su vida literaria, sus tropiezos, el fulgor de la amistad. Guarda una gran distancia entre los hechos que narra y la propia escritura. Dice "Todo diario íntimo surge de un agudo sentimiento de culpa. Parece que en él quisiéramos depositar muchas cosas que nos atormentan y cuyo peso se aligera por el solo hecho de confiarlas a un cuaderno. Es una forma de confesión apartada del dogma católico, hecha para personas incrédulas. Un coloquio humillante con ese implacable director espiritual que llevamos dentro todos los hombres afectos a ese tipo de confidencias. Todo diario íntimo nace de un profundo sentimiento de soledad. Soledad frente al amor, la religión, la política, la sociedad".


Narrativa

La insignia



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LA INSIGNIA

Hasta ahora recuerdo aquella tarde en que al pasar por el malecón divisé en un pequeño basural un objeto brillante. Con una curiosidad muy explicable en mi temperamente de coleccionista, me agaché y después de recogerlo lo froté contra la manga de mi saco. Así pude observar que se trataba de una menuda insignia de plata, atravesada por unos signos que en ese momento me parecieron incomprensibles. Me la eché al bolsillo y, sin darle mayor importancia al asunto, regresé a mi casa. No puedo precisar cuánto tiempo estuvo guardada en aquel traje que usaba poco. Sólo recuerdo que en una oportunidad lo mandé a lavar y, con gran sorpresa mía, cuando el dependiente me lo devolvió limpio, me entregó una cajita, diciéndome: "Esto debe ser suyo, pues lo he encontrado en su bolsillo".

Era, naturalmente, la insignia y este rescate inesperado me conmovió a tal extremo que decidí usarla.

Aquí empieza realmente el encadenamiento de sucesos extraños que me acontecieron. Lo primero fue un incidenbte que tuve en una librería de viejo. Me hallaba repasando añejas encuadernaciones cuando el patrón, que desde hacía rato e observaba desde el ángulo más oscuro de su librería, se me acercó y, con un tono de complicidad, entre guiños y muecas convencionales, me dijo: "Aquí tenemos libros de Feifer". Yo lo quedé mirando intrigado porque no había preguntado por dicho autor, el cual, por lo demás, aunque mis conocimientos de literatura no son muy amplios, me era enteramente desconocido. Y acto seguido añadió: "Feifer estuvo en Pilsen". Como yo no saliera de mi estupor, el librero terminó con un tono de revelación, de confidencia definitiva: "Debe usted saber que lo mataron. Sí, lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga". Y dicho esto se retiró hacia el ángulo de donde había surgido y permaneció en el más profundo silencio. Yo seguí revisando algunos volúmenes maquinalmente pero mi pensamiento se hallaba preocupado en las palabras enigmáticas del librero. Después de comprar un libro de mecánica salí, desconcertado, del negocio.

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Durante algún tiempo estuve razonando sobre el significado de dicho incidente, pero como no pude solucionarlo acabé por olvidarme de él. Mas, pronto, un nuevo acontecimiento me alarmó sobremanera. Caminaba por una plaza de los suburbios cuando un hobre menudo, de faz hepática y angulosa, me abordó intempestivamente y antes de que yo pudiera reaccionar, me dejó una tarjeta entre las manos, desapareciendo sin pronunciar palabra. La tarjeta, en cartulina blanca, sólo tenía una dirección y una cita que rezaba: SEGUNDA SESION: MARTES 4. Como es de suponer, el martes 4 me dirigí a la numeración indicada. Ya por los alrededores me encontré con varios sujetos extraños que merodeaban y que, por una coincidencia que me sorprendió, tenían una insignia igual a la mía. Me introduje en el círculo y noté que todos me estrechaban la mano con gran familiaridad. En seguida ingresamos a la casa señalada y en una habitación grande tomamos asiento. Un señor de aspecto grave emergió tras un cortinaje y, desde un estrado, después de saludarnos, empezó a hablar interminablemente. No sé precisamente sobre qué versó la conferencia ni si aquello era efectivamente una conferencia. Los recuerdos de niñez anduvieron hilvanados con las más agudas especulaciones filosóficas, y a unas disgresiones sobre el cultivo de la remolacha fue aplicado el mismo método expositivo que a la organización del Estado. Recuerdo que finalizó pintando unas rayas rojas en una pizarra, con una tiza que extrajo de su bolsillo.

Cuando hubo terminado, todos se levantaron y comenzaron a retirarse, comentando entusiasmados el buen éxito de la charla. Yo, por condescendencia, sumé mis elogios a los suyos, mas, en el momento en que me disponía a cruzar el umbral, el disertante me pasó la voz con una interjección, y al volverme me hizo una seña para que me acercara.
- Es usted nuevo, ¿verdad? -me interrogó, un poco desconfiado.
- Sí -respondí, después de vacilar un rato, pues me sorprendió que hubiera podido identificarme entre tanta concurrencia-. Tengo poco tiempo.
- ¿Y quién lo introdujo?
Me acordé de la librería, con gran suerte de mi parte.
-Estaba en la librería de la calle Amargura, cuando el...
- ¿Quién? ¿Martín?
- Sí, Martín.
-!Ah, es un colaborador nuestro!
- Yo soy un viejo cliente suyo.
- ¿Y de qué hablaron?
-Bueno... de Feifer.
-¿Qué le dijo?
-Que había estado en Pilsen. En verdad... yo no lo sabía
-¿No lo sabía?
- No -repliqué con la mayor tranquilidad.
- ¿Y no sabía tampoco que lo mataron de un bastonazo en la estación de Praga?
- Eso también me lo dijo.
-!Ah, fue una cosa espantosa para nosotros!
-En efecto -confirmé- Fue una pérdida irreparable.
Mantuvimos una charla ambigua y ocasional, llena de confidencias imprevistas y de alusiones superficiales, como la que sostienen dos personas extrañas que viajan accidentalmente en el mismo asiento de un ómnibus. Recuerdo que mientras yo me afanaba en describirle mi operación de las amígdalas, él, con grandes gestos, proclamaba la belleza de los paisajes nórdicos. Por fin, antes de retirarme, me dio un encargo que no dejó de llamarme la atención .
-Tráigame en la próxima semana -dijo- una lista de todos los teléfonos que empiecen con 38.
Prometí cumplir lo ordenado y, antes del plazo concedido, concurrí con la lista.
-!Admirable! -exclamó- Trabaja usted con rapidez ejemplar.

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Desde aquel día cumplí una serie de encargos semejantes, de lo más extraños. Así, por ejemplo, tuve que conseguir una docena de papagayos a los que ni más volví a ver. Mas tarde fui enviado a una ciudad de provincia a levantar un croquis del edificio municipal. Recuerdo que también me ocupé de arrojar cáscaras de plátano en la puerta de algunas residencias escrupulosamente señaladas, de escribir un artículo sobre los cuerpos celestes, que nunca vi publicado, de adiestrar a un meno en gestos parlamentarios, y aun de cumplir ciertas misiones confidenciales, como llevar cartas que jamás leí o espiar a mujeres exóticas que generalmente desaparecían sin dejar rastro.

De este modo, poco a poco, fui ganando cierta consideración. Al cabo de un año, en una ceremonia emocionante, fui elevado de rango. "Ha ascendido usted un grado", me dijo el superior de nuestro círculo, abrazándome efusivamente. Tuve, entonces, que pronunciar una breve alocución, en la que me referí en térmios vagos a nuestra tarea común, no obstante lo cual, fui aclamado con estrépito.

En mi casa, sin embargo, la situación era confusa. No comprendían mis desapariciones imprevistas, mis actos rodeados de misterio, y las veces que me interrogaron evadí las respuestas poque, en realidad, no encontraba una satisfactoria. Algunos parientes me recomendaron, incluso, que me hiciera revisar por un alienista, pues mi conducta no era precisamente la de un hombre sensato. Sobre todo, recuerdo haberlos intrigado mucho un día que me sorprendieron fabricando una gruesa de bigotes postizos pues había recibido dicho encargo de mi jefe.

Esta beligerancia doméstica no impidió que yo siguiera dedicándome, con una energía que ni yo mismo podría explicarme, a las labores de nuestra sociedad. Pronto fui relator, tesorero, adjunto de conferencias, asesor administrativo, y conforme me iba sumiendo en el seno de la organización aumentaba mi desconcierto, no sabiendo si me hallaba en una secta religiosa o en una agrupación de fabricantes de paños.

A los tres años me enviaron al extranjero. Fue un viaje de lo más intrigante. No tenía yo un céntimo; sin embargo, los barcos me brindaban sus camarotes, en los puertos había siempre alguien que me recibía y me prodigaba atenciones, y en los hoteles me obsequiaban sus comodidades sin exigirme nada. Así me vinculé con otros cofrades, aprendí lenguas foráneas, pronuncié conferencias, inauguré filiales a nuestra agrupación y vi cómo extendía la insignia de plata por todos los confines del continente. Cuando regresé, después de un año de intensa experiencia humana, estaba tan desconcertado como cuando ingresé a la librería de Martín.

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Han pasado diez años. Por mis propios méritos he sido designado presidente. Uso una toga orlada de púrpura con la que aparezco en los grandes ceremoniales. Los afiliados me tratan de vuecencia. Tengo una renta de cinco mil dólares, casas en los balnearios, sirvientes con librea que me respetan y me temen, y hasta una mujer encantadora que viene a mí por las noches sin que yo le llame. Y a pesar de todo esto, ahora, como el primer día y como siempre, vivo en la más absoluta ignorancia, y si alguien me preguntara cuál es el sentido de nuestra organización, yo no sabría qué responderle. A lo más, me limitaría a pintar rayas rojas en una pizarra negra, esperando confiado los resultados que produce en la mente humana toda explicación que se funda inexorablemente en la cábala.

(Lima, 1952)




Bibliografía


Los gallinazos sin plumas (1955) Cuento.
Cuentos de circunstancias (1958) Cuento.
Crónica de San Gabriel (1960). Novela.
Las botellas y los hombres (1964). Cuento.
Tres historias sublevantes (1964) Cuento.
Los cautivos (1972). Cuento.
El próximo mes me nivelo (1972). Cuento.
Teatro (1975)
La caza sutil (1975) Ensayo. Lima: Milla Batres (Ed.)
Silvio en el rosedal (1977) Cuento.
Cambio de guardia (1976) Novela.
Atusparia (1981) Teatro.
Los geniecillos dominicales (1965) Novela.
Tusquets Editores. Col. Andanzas. ESPAÑA (01/05/1983). ISBN: 84-7223-209-3. 246 pág.
Prosas apátridas (1975; 1986).
La tentación del fracaso (1987) Diarios.
Sólo para Fumadores (1987). Cuento.
Dichos de Luder (1989) (Sin clasificación)
Relatos santacrucinos (1992). Cuento.
La palabra del mudo (recopilación de cuentos: I y II, 1973; III, 1977, y IV, 1992). Jaime Campodónico editor.
Antología personal. Ed. FCEUSA, Col. Tierra Firme. 1994.
Cuentos completos. Ed. Alfaguara. Col. Obra Reunida. 1994.
Cuentos. Ediciones Cátedra

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